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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

La carita

La carita

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Stoichkov era un hijoputa, pero era el hijoputa al que todos queríamos en nuestro equipo. Para los madridistas, ese Barcelona de principios de los 90 no era el de la clase de Laudrup, la genialidad de Romario o los pepinazos de Koeman. El que nos hacía daño era el cabrón de Stoichkov, un tío que te pisaba, te escupía, se reía de ti, te marcaba dos goles y luego te decía de todo en tu puta cara. Sí, pero con su carisma y su coraje le ponía el necesario punto de mala leche a un equipo que jugaba con frac y que algunas veces necesitaba bajar al barro, ser canchero y barriobajero cuando fuera necesario.

Nosotros eso lo tuvimos dos décadas antes con Juanito, madridismo puro y raza con sus saltos de alegría contra el Borussia, otro tipo genial que lo mismo levantaba al estadio con su clase que le pisaba la cabeza a Matthaus. Para los blancos un ídolo. Para todos los demás, un demonio detestable.

Escribo esto después de ver algunas decepciones españolas en los Juegos. Muchas. Las que más me tocan, las de los dos equipos de baloncesto. Los chicos cayeron ante Estados Unidos sin plantear batalla en la segunda fase, y las chicas lo hicieron en un cara o cruz ante Francia. Perder o ganar es casi lo de menos, porque está expuesto a muchos detalles que se escapan al control, pero sí encontré puntos en común: las caritas.

Porque de ellas podemos aprender la relación entre un estado emocional y un resultado, y ya puestos, cómo generar y sostener estados emocionales operativos en busca de los resultados deseados. Básicamente, una emoción se sostiene en tres pilares: el lenguaje, la fisonomía y el enfoque. Es decir, mi emoción se basa en mis palabras (cómo y de qué hablo), mi foco (qué es lo que quiero conseguir y cómo lo afronto) y mi corporalidad (que se refleja en mi lenguaje corporal y mis rasgos faciales).

Esta última es especialmente clara y perceptible desde fuera, porque no hace falta ser experto en lenguaje no verbal para identificar el estado emocional de alguien simplemente viendo cómo camina, cómo se mueve, cómo maneja su cuerpo o con echar un vistazo al careto que trae. La cara es el espejo del alma, sí, y nuestro cuerpo es un libro abierto que delata la emoción que estamos experimentando, y puestos en un contexto determinado, podemos entender si es la más adecuada y operativa para conseguir los resultados que nos marcamos.

Recuperando a Gasol, Pau nunca ha sido un tío especialmente expresivo, y en Estados Unidos le colgaron desde bien pronto la etiqueta de soft, que en España además de por “blando” podríamos traducir por mingafría. Hace seis años, en su monumental actuación ante Francia en el Eurobasket de Lille, se quitó ese mantra con su foto de “cara de loco”. Su carrera quedará ligada a un palmarés fantástico y a una imagen con la que sacó todo el genio y el carácter que parecían aletargados y disimulados por su clase y calidad. Porque una cosa no está reñida con la otra.

Nuestro cerebro y el resto de nuestro cuerpo se mandan mensajes y se cruzan información. Una espalda encorvada, unos hombros hundidos hacia adentro, la cabeza gacha, el caminar pausado, lento, con pasos cortos, casi arrastrando los pies… Todos sabemos que ese lenguaje corporal no es el de un ganador, ni el de alguien que aspira a lo máximo. Entre otras cosas porque así las costillas empujan a los pulmones, lo que dificulta la respiración e impide que llegue la necesaria cantidad de oxígeno al cerebro. Y así no podemos pensar bien ni encontrar las alternativas necesarias para lograr los objetivos planteados.

Por el contrario, todos sabemos cuál es la fisonomía de un ganador: sí, todo lo opuesto. Y ahí también juega la cara, porque nuestros rasgos faciales reflejan mensajes de nuestro cerebro, pero también los refuerzan y hacen que esa emoción (la que sea) encuentre la coherencia necesaria para sostenerse y acabar provocando resultados a medio y corto plazo.

¿Has visto alguna vez la haka de los all blacks de Nueva Zelanda? La danza tribal maorí es intimidante, incluso violenta en su versión Kapa o Pango, pero es la mejor forma que el equipo de rugby más famoso del mundo encuentra para entrar plenamente concentrado a los partidos, y de paso acojonar a sus rivales, que saben a lo que se enfrentan desde antes de que comience el choque.

Tampoco es obligatoria esa versión tan agresiva. “¿Por qué todos los jugones sonríen, McGrady?”, decía Andrés Montes, porque la sonrisa es otra forma de conectar nuestra cara con nuestro cerebro, alineándolos en base a unas metas declaradas. Los jugones no tienen cara de miedo, de acojonados, de superados por las circunstancias. Y en estas dos semanas hemos visto demasiadas caras de deportistas españoles literalmente cagados, superados y sin saber dónde meterse justo en el momento que han estado esperando durante cinco años. Sencillamente, con esas caritas no se podía ir a ninguna parte.

Llámalo como quieras. Mirada asesina, el ojo del tigre, ojos ensangrentados… o una sonrisa que desdramatice la situación y le mande al rival el mensaje de que lo tienes todo controlado. Da igual, utiliza la que mejor te venga. Eso nadie lo sabe mejor que tú. Pero es interesante que empieces a entender que tu cerebro, tus emociones y tu cuerpo están íntimamente conectados con los resultados que estás obteniendo. ¿Son los que tú quieres? Fenomenal. ¿No lo son? Pues comienza a mirarte al espejo y cambiar esa cara. Puede que solo sea un primer paso, pero por algo hay que empezar.

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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