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Somos nosotros

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Antonio Agredano

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“Perdona la tardanza, imposible aparcar en tu barrio”, dice su hermana. “No te preocupes, ahí está lo del biberón y la bolsa de dodotis está al lado de la cuna”, dice Luis, apresurado. “¿Te da tiempo?”, pregunta Laura, que ya tiene a su sobrino en brazos y le acaricia los mofletes. “Voy justito, pero no te preocupes. Muchas gracias, hermanita”, contesta Luis anudándose al cuello la bufanda. Le da un beso a su hijo. Le pide suerte con la mirada. El bebé dibuja una sonrisa imperceptible. Sus ojos se abren vivos y nuevos. “¿Hoy ganaréis, no?”, grita Laura desde el salón con tono amable. “Seguro”, contesta Luis bajo el quicio de la puerta.

José y Pilar cruzan el puente de la mano. Siguen dándole vueltas a lo de ayer. “Se puede curar, claro que se puede curar, pero no será un camino fácil. El médico tampoco se mojaba mucho”. “Cómo que no, a mí me tranquilizó”, dice ella. “Pero eso se lo dirá a todo el mundo para no desanimar”, dice él. “Anda ya”, contesta y aprieta fuerte su mano. “Tu padre es más duro que un cuerno. Se va a poner bien”. El sol se templa en el cielo. Ya se ve el estadio. Son felices teniéndose. Hay parejas que flotan. Pronuncian “quimioterapia” con miedo, como si les quemara en la boca cada silaba. Él lleva el chándal del equipo que ella le pidió para Reyes. Ella un gorro de lana con el escudo, las chapetas rojas del frío. “Al próximo partido le voy a decir que vayamos juntos”, dice José. “¡Pero si a tu padre no le gusta el fútbol!”, dice Pilar. “No sé. Te sonará exagerado, pero quiero pasar todo el tiempo que pueda con él”, confiesa. Ella le aprieta más la mano. Se gira. “No te pongas tontorrón, que todo va a salir bien”.

“Pero si en el trabajo estás mejor que quieres”, dice Juanjo. “Pero joder, no es lo mismo vivir así al día que saber que vas a estar veinte años pagándole al banco”, dice Antonio. Se lleva el vaso a la boca. El limón de la copa choca contra sus labios. “Está aguado esto ya. ¿Otro?”, pregunta. “Pero yo invito, que tú tienes que pagar la casa todavía”, dice Juanjo. Se ríen. “El salón va todo en rojo y una habitación la voy a poner de verde”, dice Antonio. Juanjo se pone una mano en la frente. “Allí voy a poner la play y un sofá con el proyector. Nada más que para jugar al FIFA”, dice Antonio. Mira el reloj en el móvil. “Vamos justitos, eh. Pide la copa en plástico y nos la tomamos de camino”.

“Son unos sinvergüenzas”, dice Lourdes. “Es que no vale ninguno”, dice Cristina. Lleva las manos metidas en los bolsillos. “Todavía no le he pagado a mi padre el abono. Y me lo ha pedido, eh. Que no es en plan te lo presto pero luego me lo paga él”. “Hombre, es que es un capricho tuyo”, dice Lourdes. “Y todo para esto, que no ganamos ni pa´dios”. Ríen. “¡Ni pa´dios!”, repite burlonamente Cristina. Vuelven a reír, absurdas y libres, pisando ya la tierra que rodea el campo. Chaquetones verde militar. Las bufandas. Paquetes de pipas en el bolso. El whatsapp haciendo tiritar el móvil. “Es Nacho, seguro”. “Y qué quiere otra vez”. “Qué va a querer”. “Cuando acabe el partido nos pasamos por los bancos”. “Vale”. Ya suena el terco murmullo de la afición. Al final se ha despejado el día. Las nubes se retiran suavemente. “Si ganamos. Como perdamos otra vez me voy para mi casa del tirón”, dice Cristina. “Ya verás. Hoy ganamos”.

“¿Vamos en tu coche?”, pregunta Ángel. “Sí. Sí. Me toca a mí. He mirado en el google y se tardan cinco horas. Saliendo a las diez llegamos de sobra y yo me volvería del tirón después del partido”, contesta Rafa. “¿Viene Álex?”. “¿No te has enterado? Le ha salido curro en un bar. Empieza mañana. Le pillan todos los findes”. “Qué putada”. “¿Qué putada de qué, si estaba tieso?”, dice Rafa. “Espero que el bar tenga tele y pongan el partido”, suspira Ángel. “No creo. Es un bar de esos ahí modernos de música chuchugua. Dice que si no está el jefe se pondrá los cascos en el móvil”. “Pues a ver si vamos a verlo y nos tomamos un copazo. Me alegro por él, que con la niña ya estaba agobiado”. “Pues el dinero para la entrada y la gasolina nunca le ha faltado”, dice Rafa. Hace una pausa. Se sujeta el teléfono con el hombro para sacar el paquete de tabaco. “Es que el Córdoba es sagrado”, concluye Ángel, adornando sus palabras con una carcajada bobalicona. “Pues también”.

El Córdoba es una empresa. El Córdoba da dinero. Con el Córdoba se especula. El Córdoba se compra y se vende como las hamburguesas en la feria. Recalentado y blando. Excesivo y urgente. Carlos González y su digno heredero, Alejandro González, han dirigido al club dándole mucha importancia a la caja fuerte y muy poco a los luises y a las pilares. A los alejandros y las cristinas. A los antonios y las lauras.

Lo que pasó ayer en el Córdoba CF es más importante que el gol de Uli Dávila. Es un antes y un después en el fútbol de nuestra ciudad. Es un desprecio a la familia blanquiverde. A la de verdad. A eso que llaman masa social y que en realidad no son más que un puñado de vidas que han fiado su felicidad a unos colores.

A la familia González le damos igual. Nos desprecian. Nos odian. Por ganar un asqueroso euro más son capaces de agotar el mercado de invierno. De mandarnos de cabeza a la Segunda B. De volar la esperanza como un edificio. Ellos sonríen mientras se desmorona nuestra casa.

Años de maquillar la realidad. Años de maltratar nuestro patrimonio deportivo. Años de tentar a la suerte. Años de embolsarse dinero a nuestra costa. De enriquecerse con un sentimiento indiscutible como el que nos atraviesa. Abrir el corazón para que hurguen en él. Sólo hay que tomarse un café con muchos de los profesionales que pasaron por aquel templo maldito en las oficinas anexas a El Arcángel para que, sin mucho apretar, suelten mil y una historias sobre pillaje y malos modos. Circo. Disfraces llenos de costuras y fieras famélicas.

Y de todo, lo que más me duele es la afición que aún defiende la gestión siniestra de los González. Los de la foto. Los que nos llaman anticordobesistas por cuestionar unos métodos cutres, déspotas, marrulleros, infantiloides, egocéntricos, avariciosos, indocumentados, vengativos. Porque nunca entenderé esa corte improvisada que a veces acompaña a la mala gente. Ese ejercito mudo. Ese palmerismo a cambio de casi nada.

Todos esos que se beneficiaban egoístamente de una gestión que enmudecía el Arcángel. Que ha convertido las gradas en un gélido desierto. Todos esos que sacaban rédito a la descapitalización del club. Los de las entradas, las palmadas en la espalda, el aplausito. La comida cara, el jajajiji de los postres. La caridad de unos ricachones venidos a menos, clientelas caciquiles, codearse con los patrones.

Siento vergüenza y asco. Siento pena y se me retuerce la tripa tras el espectáculo de bombero torero en la notaría de Madrid. No sé si lo que vendrá será bueno o será malo. No sé si hay esperanza o ya sólo nos queda hundirnos en el mar hasta que la espuma nos devore. Pero sí sé, y no me asoma ni un gramo de duda, que los luises y las pilares, los alejandros y las cristinas, los antonios y las lauras que son el Córdoba C.F. no merecen el trato que la familia González les ha dispensado. Somos nosotros. Los que tribalmente recorremos el descampado en torno al estadio. Aparcamos nuestras vidas por unos instantes. Contenemos la respiración cuando arranca el juego. Los que nos disfrazamos con trapos blancos y verdes. Los que lloramos y gritamos. Los que al volver a casa sentimos un vacío extraño. Un corazón ártico tras la derrota. Un sol en la garganta si ganamos.

El fútbol es un negocio para unos pocos y un sentimiento para otros muchos. Entre esos otros muchos estoy. Escribiendo. Deseando que este cuento gótico acabe de una vez. Que se vayan. Que no vuelvan. Que nos dejen con nuestros rituales cotidianos. Con nuestras vidas. De camino al Arcángel. Con la derrota o la victoria. En Segunda o en Tercera. Pero sin la sensación, imborrable ya, de haber sido el hazmerreír de unos expoliadores, los ingenuos financiadores de una pandilla de piratas.

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