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Un artículo de mierda

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Antonio Agredano

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He cagado tres veces en público. En la primera yo era un niño de ocho años que pasaba su domingo en el Aquasierra. La ingestión de cloro me descompuso el estómago y noté que era demasiado tarde para llegar al aseo del parque. Tracé un plan mientras avanzaba apretando los muslos desde los toboganes. Me puse en el bordillo de una de las piscinas familiares y me lancé de cabeza. Buceé hasta la mitad de la piscina y allí, con suavidad, me bajé un poco el bañador, liberando mi mojón. Seguí buceando, exigiendo los pulmones, con cierto alivio ya, y salí por el otro extremo de la piscina. En un acto de temblona distracción, me senté en el borde como si tal cosa. Pensé que huir del lugar era una inculpación ostentosa. Así que me quedé allí, como una recién evacuada sirena de Copenhage. Localicé pronto mi mierda, flotando sobre el azul veraniego. El socorrista, displicente, se bajó al poco de su silla, cogió una red y pescó el detrito flotante. Los bañistas se salieron de la piscina, como en un Tiburón de bajo presupuesto. Sentí mucho rubor pero aguanté ahí, como distraído, hasta el final. Dando gracias a dios por lo compacto de mi mojón, que facilitó tan ingrata tarea para ese pobre trabajador escandalizado por el incivismo de algunos. De ese algunos que era yo, con un bañador verde manzana, con las lorzas morenas, con la cara colorada y no sólo del sol. Quise acercarme a él. Disculparme. Justificarme, de alguna manera. Sólo era un niño. Se me caía el mundo encima. Un pobre chico que se cagaba sin remisión en una tarde dominical en un parque acuático de Villafranca. Pero me quedé ahí. Sentado. Mirando las ondas de una piscina vacía. Jamás se lo había contado a nadie. Hasta hoy.

La segunda vez fue aún peor. Tenía dieciséis años. Segunda hora. Física y Química. Instituto López Neyra, en el Parque Figueroa. No había pasado buena noche. Me dolía la barriga. Incubaba algún virus, seguro, pero fui a clase. De repente noté un retortijón. Uno muy elaborado, muy persistente, muy laberíntico, sacudiéndome las tripas. Levanté la mano y le pedí a mi profesora, Elena Kindelán, permiso para ir al servicio urgentemente. No me lo dio. Su “no” sonó rotundo en una clase atestada. Siguió con la lección. Aguanté. Unos minutos más. Volví a levantar el brazo. “Es urgente, de verdad”, dije. Pensando que con solo la reiteración sería suficiente y la profesora inflexible tendría compasión. Pero me volvió a negar la salida de clase. “Cuando acabe la hora vas”, me dijo. No podía creerlo. Me dolía la barriga de aguantar. Sudor. Vergüenza. No escuchaba su lección, no veía a mis compañeros, sólo miraba mi cuaderno fijamente sin escribir nada, amarrado al bolígrafo para aguantarme, para sujetar el ridículo, para no abandonarme a la naturaleza. Pero pasó. Como una cocacola agitada. Noté como la mierda se deslizaba hasta el calzoncillo en un afortunado silencio. Quedaban tres minutos para la sirena. El infierno en la tierra. Allí estaban todos. Mis amigos, la chica de la que estaba enamorado en secreto, los repetidores. Y yo, en la tercera fila, en una de esas horribles sillas verdes, recién cagado. Temiendo el olor, me levanté y salí de clase. Sin permiso, sin mirar atrás, pero ya cagado encima. Andando lentamente ante la, suponía, mirada inquisidora de la Kindelán. Escuché el murmullo de mis compañeros tras la puerta. Me ardían las sienes de la vergüenza. Quería desaparecer. Enfilé el pasillo y me fui del instituto caminando como el malo de Terminator 2. Recé porque mi abuela estuviera en casa. Ella vive aún en la calle frente al centro de estudios. Llamé al portero del 4ºA, contestó, y subí. Suspiré. Se lo expliqué. No se rió. No bromeamos. “Es que estoy enfermo”, le dije, para desdramatizar el incidente. Pero no quiso ahondar en el tema. Entré procesional en su baño e hice lo que pude con la ropa con su jabón de manos y el lavabo. Por pura decencia, no le dejé la faena a ella, que tampoco es que se ofreciera con entusiasmo. La pobre. Luego me duché. Con la toalla enrollada salí al salón. Desde su teléfono llamé a mi padre y le conté lo sucedido. Llegó a los veinte minutos. Me trajo unos vaqueros y unos calzoncillos limpios. Me dijo que si mejor nos íbamos a casa y le dije que prefería volver al instituto. Entré de nuevo en el instituto. Ya era la hora del recreo. Busqué a Elena en la sala de profesores. Le dije que estaba malo y que por eso salí sin permiso de su clase y me dijo que por qué no le había dicho que me encontraba enfermo, que me hubiera dado permiso, con una amabilidad que jamás mostró en clase. Ni ese ni ningún otro día. Al verme regresar, mis compañeros me preguntaron y les dije que había salido a vomitar, pero que ya estaba bien. Afortunadamente todos los vaqueros que tenía eran iguales. Nadie se dio cuenta del accidente. El día siguió a través del Latín y de la Literatura como si nada raro hubiera pasado en esa terrible mañana. Siento un escalofrío aún al recordarlo.

La tercera vez fue hace unos pocos años, en torno al año 2007 o algo así. Daviles y yo andábamos de marcha a las tantas de la madrugada un viernes. Borrachísimos. En el Underground. Me encontré a Nacho, un amigo que hacía tiempo que no veía. Me dijo que andaba de cocinero en un restaurante de la ciudad, uno modernito, en La Ribera, y que fuera allí a comer que me invitaba a una botella de vino. “Mañana voy”, le dije convencido, entusiasta por la tajada. Dormimos apenas unas horas Daviles y yo en su casa, y allí nos plantamos los dos al día siguiente. Aún nublados por el alcohol, pero con inmarcesibles ganas de cachondeo. Bebimos mucho en la comida. Llovía sobre mojado. Qué digo mojado. Apenas una lluvia sobre el océano. Cervezas, la botella de vino prometida, abundantes chupitos, yo qué sé. De tanta mezcla extraña en la barriga, me dieron gases y quise hacer uno de esos ejercicios malabarísticos del comensal: el pedo silencioso. Ese pedo cautivo, coqueto, esclavizado. Dejar que saliera el aire con sutileza y se quedará allí, acunado en la silla, sin mayor estridencia. Pero mi borrachera era tal que se descontroló la maquinaria y tras el pedo salió caca. En un caño imparable, estrecho. Un improvisado bote de gel Magno volcado. Me levanté agitado de la mesa y fui como pude al baño. Allí me desvestí, me limpié con abundante papel e hice un gurruño con los calzoncillos, hundiéndolos en la papelera y rezando para que no apestaran mucho. El pantalón se había librado de la fuga. Un milagro a los postres. Con el vaquero, sin nada debajo, con el incomodísimo roce de mi glande contra la cremallera, salí del baño como si cualquier cosa. Me senté frente a Daviles. Le dije lo que había pasado y nos reímos un buen rato. El alcohol evitó el bochorno. “Que cabrón”, dijo. Y aún hubo lugar para la última copa en la Amapola. Sólo al llegar a casa, bajado de la montaña rusa del Larios, fui consciente de la cafrada y empecé a sentir la vergüenza y la sinrazón.

¿Que por qué os cuento esto? No lo sé. Pero estoy cansado de todo y de mucha gente. Cada vez más hundidos en un mundo encorsetado, perfecto, predecible. Donde todo el mundo mide lo que dice. Todo el mundo muestra su inquebrantable discurso. Todo el mundo se ha hecho a sí mismo. Los mejores viajes, los libros más interesantes. En una hermosura frágil habitamos como niños que caminan entre los estantes de una tienda de porcelanas. El silencio es una opción apetecible. Y me da miedo. No sé a dónde vamos con exactitud, pero desde luego nos dirigimos a algún sitio. Un sitio blando, lechoso, callado. Donde reinarán los que no tienen pasado. Donde cada palabra será un proceso. Quiero recordarme en cada artículo que somos mundanos, efímeros, a veces ridículos. Incoherentes, imprecisos, burlones, caóticos, etílicos. Cagones, meones, simples bolingas, vergonzosos, prudentes a veces, otras excesivos. Siempre nosotros. Conviviendo a duras penas con otros nosotros. Quien más lecciones da, menos libros se ha leído. Hay de todo en la novela de nuestra existencia. Y si todo brilla, nada brilla.

Ha sido una semana complicada. Llena de decepciones y dolores minúsculos. Y de repente recordé estas mierdas inesperadas y me eché a reír volviendo a casa, pensando en lo poco serio que es el mundo y lo en serio que nos lo tomamos. No quiero perderme en un país que está viviendo buenos malos tiempos. No quiero caer en este afectado sentimiento. En una realidad roma, acolchada, como la habitación de un psicópata. Hablar de mierda no me hace más interesante, pero me recuerdo a mí mismo con estas palabras que, detrás de estos textos semanales, detrás de los desengaños, de las frustraciones, de los planes de futuro, de las cuentas para una futura hipoteca, de la responsabilidad, de los éxitos relativos, de los ruidosos fracaso, detrás del hombre que puedo llegar a ser, hubo un niño, un adolescente y un hombre que se cagaron encima a la vista de todo el mundo. Y que habrá una cuarta. Eso seguro. Y debo estar preparado para cuando llegue ese momento. Real o metafóricamente, los calzoncillos sucios y un rubor inextinguible. El castillo es una suma de piedras. En las juntas de esas piedras hacen su vida los insectos. Almenas y hormigas. Aciertos y errores. Mierda y poesía. Me hago viejo. Reclamo mi derecho a decepcionar, a equivocarme, a ladrar, a no conformarme con el silencio. Reclamo mi derecho a cagarme encima y poder contarlo.

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