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Adiós, amigos

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Antonio Agredano

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Una vez se me secó un cactus. Tales son mis descuidos y mis indescifrables abandonos. No soy un hombre constante en el afecto. La amistad se me hace un mundo. Me cuesta estar siempre, me cuesta escuchar y me cuesta, muchísimo, elevar a trascendental lo que me está sonando a mundano.

Quiero creer que es consecuencia de no necesitar. De hacer una vida al margen del mundo en muchos tramos, como un ciclista que abandona el pelotón y pedalea en solitario hasta ser devorado, ya exhausto, por la turba multicolor. A veces antipático, a veces ridículamente servicial, me falta aplomo y equilibrio para ser un buen amigo. Por eso, a lo largo de mi vida, los he perdido casi a todos. No con estruendo. Ni dramas en la puerta de un bar. Los he ido perdiendo como se pierden las monedas en las rendijas de un sofá. De esa forma casual y silenciosa. Descuido y no alevosía.

A veces, viendo algunas hermandades que me rodean, extraño a algunos de los amigos que tuve. A todos ellos les guardo un amargo rencor, como de película interrumpida por el apagón. Aunque asumo mi culpa y mi pereza. Esa llamada que no llega, esa cerveza que aplazo o ese whatsapp que tiembla en el móvil sin respuesta.

Ayer en Córdoba me encontré al Alcaide. Estuvimos juntos ochos años en el Colegio Mediterráneo del Parque Figueroa, todos los cursos de EGB. Muchos cumpleaños juntos, mediasnoches de salami, partidos de futbito en el recreo, GI-joes en los bancos y los estudios a duras penas. Después la vida nos separó y muy de años en años nos cruzamos y nos brilla en los ojos un cariño inmutable y una nostalgia encabritada.

Hablamos cinco minutos. Yo perdía el tren. Nos dijimos lo justo para saber que dentro de lo posible, andábamos felices y con trabajo. “¿Sigues escribiendo?”, me preguntó. “Ahora hasta me pagan por hablar de fútbol”, le dije. “Yo ya de fútbol no quiero saber nada. Me dedico a correr, la bicicleta... el fútbol es un coñazo”, concluyó. Nos abrazamos y nos deseamos suerte en lo que venía. “Cásate, que el anillo no pesa tanto”, le dije. Me sonrió como se le sonríe a un niño revoltoso que, de repente, nos incomoda.

Ya en el tren, volviendo a casa, pensé en la imagen que el Alcaide tendría del fútbol para despreciarlo de esa forma. Para apartarlo de su vida con tal severidad. A mí, que se me va la vida en este deporte de cuero y césped, que hoy pensaba escribir del bombo de Incondicionales, de esta nueva chapuza del Córdoba CF, de esa chulería que es arrebatar las armas a quien lucha a tu lado. De las mentiras. De un empate intrascendente en casa,  de la victoria del Rayo que nos asfixia de nuevo, del descenso, del miedo a la Segunda B. De cábalas y partidos futuros. De lo de siempre, de presidentes que enfangan más que mandan, que piden más de lo que dan, de la frustración de la grada. De marcharse en el descanso, humillados. De toda esa gente que vive el Córdoba como una misa en la que sus pastores roban del cepillo...

Y pensé: ¿y si el Alcaide tiene razones para el desdén? Mirando por la ventana: el paisaje oscuro, de luces amarillentas y fugaces. Un niño llorando en el vagón, un señor que habla por teléfono muy alto, el resplandor de un bombo en la cabeza. Como resumen de la estupidez. El bombo que tantas veces ha marcado el ritmo de mi corazón en la grada. Arrebatado. Como metáfora de lo que cada fin de semana nos quitan a los de siempre: las ganas, la belleza de este deporte, la pasión por este club intervenido, torpemente gestionado, deslumbrado como un perro en la autopista. Perdido. Caprichoso. Ajeno a los hermosos derroteros del fútbol. Como una amistad que se consume, desequilibrada y fría, por puro abandono. Como si nos hubieran robado el latido.

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