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Un lugar donde nacer

Redacción Cordópolis

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No era sencillo. El destino había querido que ese partido –EL partido- se jugara lejos. Demasiado. Tan lejos que con su modesta o limitada asignación no había ninguna cuenta que echar. Ni tirando de imaginación habría sido capaz de juntar esos trescientos y pico euros. Cuando se conoció el rival llegó a elucubrar durante unos segundos. Dormir era secundario. ¿Comer? No habría hambre. Ya habría tiempo. Sólo había que estar allí. Vivirlo allí. Pero no. No hubo modo.

Así pues, ya sabía que después de haber visitado decenas de campos, de recorrido miles de kilómetros siguiendo sus colores, no podría vivir ESE día –el día- como a él le habría gustado. No sentiría el vívido olor a verde y a bengalas. No olería el sudor rival. Ni sentiría en sus carnes el miedo al fracaso propio y ajeno. Ni la estupefacción que embarga a quien no necesita de la lógica para vivir.

Había algo en todo esto que le tranquilizaba. En los otros dos DÍAS –en mayúsculas- precedentes tampoco había podido estar. En 1999 era aún estudiante en Madrid. Aquello fue horrible. No había internet, ni móviles de última generación, ni radios nacionales que se preocuparan. Vivió AQUELLO –en mayúsculas- a través de un teléfono por el que su padre le conectaba con una radio local. LO –en mayúsculas- de Huesca se lo perdió por trabajo, pero lo cantó entre vapores de marihuana como el que más en aquel polideportivo atestado.

Bien, ahora sólo le quedaba saber dónde ir. ¿Dónde vivir un día así? Primero sopesó la posibilidad de compartir sus vivencias en algún lugar público. La sede de alguna peña, donde siempre había sido bien acogido. Le estimuló la posibilidad de dividir nervios entre el colectivo, de repartir su ansiedad. Podría ser buena idea, pero por otra parte, recordó, la última vez que vivió un encuentro de ese modo fue cuando LO de San Sebastián y Alicante. Y aún tenía fresca en su piel la sensación de fusilamiento global a la que fueron sometidos por aquel indigno colegiado durante los segundos transcurridos entre que pitó AQUEL penalti y que lo repelió el poste.

No. Era demasiado para su corazón. Pensó luego en huir. En refugiarse en algún lugar cercano donde EL partido cobrara menos relevancia. Donde sólo él pudiera interiorizar todas las sensaciones y estímulos que le pudieran ir llegando. Podría marcharse a la playa. Allí se relajaría las horas previas y luego que fuera lo que el DESTINO quisiera. Era la vía cómoda. Demasiado cómoda. Insuficiente el sufrir. La ley del péndulo no le gustó.

Así pues, llegado EL DÍA, se dio cuenta de que no había sido capaz de pensar nada. De que se sentía como inerte, inmóvil, estático. Como, llegando el momento que debía ser de gloria, no había podido resolver la gran duda de cómo vivir el día que podría cambiar su destino como aficionado. Dieron las seis del domingo, se tumbó en un sofá, pulsó el botón que encendía su televisor y se encogió en posición fetal para escuchar ESOS NOVENTA MINUTOS. Había elegido su nido para ver la luz. Su lugar para NACER.

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