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El becario

Alfonso Alba

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En este mundo loco del periodismo digital, Facebook nos ha comido la tostada. Por encima de cualquier proveedor de internet (Safari, Google Chrome o Mozzila), la mayoría del público lee periódicos a través de la red social que ha hecho rico a Marck Zuckerberg. Y no lo digo yo. Antes, uno ponía el telediario, sintonizaba una emisora de radio o compraba uno o varios periódicos. Ahora basta con entrar en Facebook para considerarse informado (nada más lejos de la realidad).

En el mundo digital pre Facebook (no hace ni diez años, oiga), había foros de opinión. Las noticias de los periódicos incorporaban comentarios. Ya empezaba a haber trolls que amparados en el anonimato hacían de las suyas. Pero la cosa estaba moderadamente controlada. Hoy no. Reconozco que me paso gran parte de mi jornada laboral leyendo y moderando comentarios, evitando que la gente se insulte, se falte al respeto, difame o mienta. Es una tarea titánica que nunca acaba.

En la avalancha de comentarios que moderamos a diario uno percibe por dónde van los tiros de la sociedad (mentira, solo escriben los que quieren hacer ruido, frente a una masa silenciosa que simplemente lee). Particularmente me asusta que cada vez que publicamos una noticia de una barriada marginal lluevan los mensajes xenófobos. Incluso cuando en algún suceso se publica la nacionalidad del detenido llueven las descalificaciones (que nunca se producen cuando el arrestado es cordobés de pura cepa).

Admitimos la crítica, que es sana, e incluso la admiramos. Muchas veces nos han corregido erratas en titulares, faltas de ortografía, errores del corrector del ordenador o, incluso, enfoques incorrectos de informaciones. Bastantes nos han aplaudido también, por ser más o menos valientes, por contar lo que no se había contado o por haber investigado algo. Incluso nos han dado merecidos palos por haber sido demasiado cómodos con una nota de prensa que no hemos contrastado.

Pero en esa opinión que no es la mayoritaria admito que hay un término dirigido a la profesión en concreto y a los trabajadores en general que me pone enfermo: “Ya está el becario” es la frase más repetida cuando entienden que nos hemos equivocado, que lo hemos hecho mal, a mala leche o sin ganas. “El becario”.

Me pone enfermo porque ahí noto clasismo. Yo fui becario, y que tire la primera piedra de los nacidos a partir de los ochenta que no lo hayan sido alguna vez. Luego dejé de serlo y tuve becarios a mi cargo en todos los periódicos por los que he pasado. Y he tenido becarios mucho mejores que profesionales con muchos años de antigüedad en sus nóminas (y otros peores, claro está), más preparados, con más ganas, con más iniciativa e implicados. Más solidarios y hasta reivindicativos, luchadores contra causas que consideraban injustas y en absoluto acomodados al sistema que les ha tocado vivir.

El becario, por desgracia, es el que menos cobra, si es que lo hace. Es el último en una jerarquía en la que solo los mediocres se sienten cómodos, con gente siempre por debajo aunque sean mejores que ellos. Es el más maltratado por la economía y casi siempre el más joven. Pero eso no significa que sea peor.

Me indigna el machismo, la xenofobia y, sobre todo, el clasismo. Entiendo que un clasista es, además, un machista y un racista, porque no cree en la igualdad y porque siempre se sentirá superior a otros por una razón económica, de sexo o de raza.

Así que ya lo sabéis. Llamadme becario. No me sentiré insultado. Lo fui y tuve la suerte de que a mí sí que me respetaron y enseñaron.

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