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Gracias, Pyongyang

Manuel J. Albert

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De niño era un estresado nuclear. Vivía convencido de que cualquier día crecerían enormes hongos de fuego más allá del horizonte. Durante unas semanas que para mí fueron años, un cine de las Ramblas de Barcelona lució algunas de aquellas setas gigantes en unos carteles que cubrían buena parte de la fachada. Anunciaban El día después, la película que narraba a modo de telefilm las consecuencias de un ataque nuclear en unas pocas familias de Estados

Unidos.

La cinta no la vería hasta años después. Tampoco me hacía falta. Mi cerebro hervía sin necesidad de ponerlo al fuego. Me bastaba aquel anuncio en el que los coches de una autopista contemplaban las explosiones atómicas, aguardando la onda expansiva final, para empezar a delirar. Como todos los críos inquietos, con unos pocos ingredientes sin conexión era capaz de hilvanar secuencias lógicas de acontecimientos inventados. Niño en una ciudad de piedras, una ciudad de humo, una ciudad sin gente. Los escenarios eran oscuros, innumerables y terroríficos. Las historias duraban lo que duraba un trayecto en tren. Y los escasos personajes que aparecían lo hacían con el rostro de los pasajeros que se cruzaban con nosotros.

Mi miedo llegó al recreo, al patio del colegio. Un esqueje de noticia del Telediario o Informe Semanal, una pregunta inocente a algún adulto despistado “¿qué son los Pershing II y las bases de la OTAN?”,

una

cifra escuchada en una película que no debería haber visto y amplificada por mis neuronas en desarrollo... Todo bastaba para alimentar historias apocalípticas llenas de onomatopeyas explosivas y salivajos que se completaba con retorcidos aspavientos de mis manos. “Hay tantas bombas nucleares que si se tiran todas a la vez el mundo explota así PPPPGGGGCCCCHHHHHFFFFFSSSSSHHHHHHHH se convierte en dos bolas de fuego separadas que chocan entre sí PPPPGGGGCCCCHHHHHFFFFFSSSSSHHHHHHHH y se unen y explotan otra vez PPPPGGGGCCCCHHHHHFFFFFSSSSSHHHHHHHH. Y nadie se salva”.

A los tres o cuatro incautos que me escuchaban en el patio solo les podía salvar que otro niño les sacase de ese trance para jugar un poco al fútbol con una pelota hecha con el papel de plata que se usaba para envolver los bocadillos. Al final, yo también salía de mi delirio y jugaba con los colegas. Aunque de cuando en cuando miraba al cielo, desconfiando del trazado blanco que dejaban los aviones.

En general, creo que no tengo nada que agradecerle a los gobernantes de Corea del Norte. Excepto, tal vez, que me hagan recordar momentos de mi infancia que casi había olvidado. Y aunque me den un poco de miedo esas imágenes, el hecho de recuperarlas es hermoso. Y ningún gobernante de mi país lo había hecho antes. Así que gracias, Pyongyang.

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