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Admirables

Manuel J. Albert

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Todo estafador admira a un buen mentiroso. Y cuando en una semana asoman dos del calibre del contable y del ciclista, a los estafadores se les reconoce por la calle porque brillan sus ojos, saludan las lágrimas y muestran sonrisas a pecho henchido. Difícil labor la del estafador cuando por, una vez, se ve preso de un sentimiento sincero: la admiración.

El estafador tiene metas. Una es engañar. Otra no ser descubierto. O, al menos, no demasiado pronto. Porque cada estafador, cada mentiroso, esconde dentro a un exhibicionista que sueña con abrirse la gabardina ante el primer periodista miope que encuentre, para mostrarle todos sus tesoros obtenidos a golpe de sisa. 20 millones en Zurich, siete tours en la vitrina.

El clímax de la estafa es confesarla, explicar sus secretos, poner al descubierto las miserias propias y, sobre todo, las ajenas. Una sobrecogedora red de reparto de dinero negro, un mercado de transfusiones y hormonas de sabores.

Hay días en que los estafadores aficionados obtienen un máster gratis en apenas 24 horas. Y sin moverse de casa. Porque hay quien piensa que los ciclistas mentirosos han podido ser descubiertos, perdido sus títulos y arruinado sus vidas. O que los tesoreros alpinistas pueden acabar con la barbilla bien alta, el pelo engominado y la mirada desafiante tras las rejas. Pero ambos gozarán de lo más importante. La admiración de los mentirosos. Y sus retratos ya lucen enmarcados entre la bizarra foto de primera comunión del hombre de Piltdown y un sonriente Enric Marco recién liberado de un campo nazi en el que nunca estuvo.

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