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Felices cosas irrepetibles

Ángel Ramírez

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Hace unas semanas llevé a mis hijxs Iago y Mariana a ver una ópera infantil, Guillermo Tell de Rossini, por la compañía La Baldufa, en el Gran Teatro.  Nunca habían estado en ópera alguna, ni yo les adelanté nada de lo que iban a encontrarse por puro egoísmo, porque no quería perderme su cara de sorpresa cuando sobre el escenario empezaran a cantar una historia. Una de las mejores cosas que nos dan nuestros hijos e hijas es la posibilidad de volver a vivir algo por primera vez, cuando pasa algo así no atiendes a lo que ocurre, miras sus rostros, intentas meterte en su corazón y su cabeza, recordar cómo fue esa sensación, quieres ser ellos porque sabes que no volverá a ocurrir, que a ti ya apenas te pasa, te esfuerzas por compartir esa sensación de sorpresa y descubrimiento. Ahora todo nos parece más o menos normal y predecible, pero hubo un tiempo en que el mundo se iba ensanchando por momentos, cada experiencia nos mostraba nuevos lugares de lo posible,  cada respuesta nos llevaba a otra preguntas que hacían la vida una aventura, y uno quería ser bombero, bailarín o astronauta para seguir indagando y perderse por esos laberintos. La primera vez que van al teatro, que pintan, que bailan, que ven cine, es un momento único que forma parte de ellxs, que es ellxs, y uno asiste a ese instante como el que participa en un ritual sagrado, sintiéndose orgulloso de ser su cicerone, y entendiendo la complejidad de esto que llamamos vida, que también puede ser rutina o cotidianeidad.

El otro día vi una entrevista de Iñaki Gabilondo a Joan Manuel Serrat, dos personas a las que respeto particularmente. Le decía el periodista al cantante que todos le tenían por una persona “golosa”, que sabía disfrutar de la vida, de una buena comida o una conversación, y el catalán respondió que claro, “que todo eso eran cosas irrepetibles”. Lo dijo con esa media sonrisa ladeada y la melena cana que le hace parecer lo que probablemente sea, un sabio de la tribu, alguien a quien le pedirías consejo sobre cualquier cosa. Una conversación, una comida, cosas que hacemos a diario, son irrepetibles, únicas cada vez que ocurren, puertas para esos laberintos que se nos van cegando por nuestra falta de atención, por nuestra pre-ocupación, por no estar donde estamos ni en ese preciso instante. El miedo, y su mandada la preocupación, nos sacan del presente y de nosotrxs mismxs, y nos condenan a anticipar o recordar, a vagar por un mundo de cosas inermes, sabidas, impuestas, inexorables.

Pienso esto en días en los que todo son fechas, números, rituales. De alguna forma pensamos que el próximo veinticinco es el siguiente después de dos mil catorce veinticincos de diciembre que suceden con la misma exactitud, que todos los veinticincos están repletos de comidas opíparas, cuñadxs brasas, brindis con champan, que así han sido y así seguirán siendo, como los cambios de año, los saludos, los regalos. Todo termina teniendo el desagradable aspecto de lo obligatorio, y los esfuerzos por ser naturales y emotivos se ven dificultados por la sensiblería, por el consumismo disfrazado de generosidad, por la falsa solidaridad. Cómo tener experiencia e ilusión y curiosidad, de eso se trata, habría que inventarse un año que fuera como el día de la marmota, ser capaces de vivir una vida única, irrepetible, y ser ese niño eterno con melena cana que es Joan Manuel. Quizás en la vida no hay otro empeño más que ése. Pero mientras, y por si las moscas, mañana noche no habléis de política durante la cena, que ya sabes que el cuñado se te viene arriba con lo de Podemos. Y Felices Cosas Irrepetibles.

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