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¡Bocazas!

Alfonso Alba

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"Cuando las orejas son dos linos, y la bocaza parece en abierta plaza catadura de melón"(Lope de Vega)

Alonso Rodríguez vivía en el cordobés barrio de San Lorenzo. Ejercía de herrero (aunque, bien es cierto, se le veía más tiempo desocupado que en su oficio). Tenía fama de tarambana y gastaba muy mala leche. A pesar de lo cual tenía en su parroquia cierta audiencia. No soportaba a los comerciantes instalados en la calle de la Feria. Daba igual la mercancía que tuvieran (y vendieran), cada uno de ellos era diana permanente de las acusaciones y bulos lanzados por el herrero. Por la mañana lanzaba chismes menudos, al mediodía rumores sin freno y al anochecer oficiaba, bajo los efectos del vino, de auténtico hoguiche. Este alimentar la cizaña hizo que recibiera el apodo de hinchacarrachas (la carracha es una garrapata que se hincha de sangre para reventar luego). Nadie conocía el origen de su odio pero todos eran testigos del presente infamador. El silencio ante sus embustes, propios de un macanero, era interpretado por él como un acto de cobardía de sus víctimas. Esto le daba alas al herrero aprendiz de quitahipos. Falaz y trilero, provocaba el deleite de su tribu allí donde ejercía la tercería. Al joyero habilidoso lo acusaba de ladrón; al sastre emprendedor de estafador; al aprendiz de escritor de moralista; al forastero de realizar viajes sospechosos; al cordonero de tener origen poco limpio y al zapatero de ahorrase en materiales. Esas acusaciones, transformadas en despreciables calumnias , incendiaban la envidia y empujaban hacia el rencor. Este sujeto, versión cutre del cotilla Mercurio, era un verdadero meticón incapaz de cejar en su error incluso a sabiendas. Como los necios (que por eso reciben ese nombre). Un buen día, el 17 de marzo de 1473, encontró el momento de gloria. Pasó de ser el bravucón y perdonavidas de su tribu a convertirse en jefe de manada. Al paso de una procesión de la Virgen de la Caridad, por la calle Feria, alguien volcó un cuenco de agua. Fue suficiente. El herrero se transformó en hiena que imita la voz humana. Encabezó una comitiva que iba señalando casa por casa de los sospechosos de haber causado la profanación. A los señalados públicamente de no pertenecer a la tribu. La primera víctima fue el comerciante Juan Rodríguez de Santa Cruz. Poseía dos prósperos comercios en la zona. Sus negocios fueron incendiados. Así durante toda la noche hasta quemar más de dos centenares de casas. Las víctimas mortales acrecentaron ese número. Eran judeoconversos pero igual podían haber sido chinos o mendigos o portugueses o zurdos o marroquíes o alfareros. Para la envidia todo son excusas. Excusas convertidas en razones. Este herquero especialista en meter cizaña no necesitaba un púlpito para extender su moralizante discurso. Le bastaba una pira para quemar. Murió en el transcurso del asalto. Le sucedió otro mamarracho de personaje, Diego de Aguayo, que durante mucho tiempo cuidó que el veneno no perdiese su eficacia. Así hasta nuestros días. El suceso es recordado como la matanza de la Cruz del Rastro. En Córdoba.

Nota: en los últimos tiempos he podido comprobar que mi memoria se va agrandando al mismo tiempo que mis pisadas se vuelven más leves. También he notado como alguna gente que caminaba a mi lado se han transformado en sombras. Desaparecen en cuanto el sol deja de brillar. Los infortunios (y el mal tiempo) tienen esas consecuencias. Mientras tanto estudio con mi hijo los exámenes finales. Una placentera condena.

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