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Paradise Hills

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Cristian López

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Resulta interesante acudir o recordar, de vez en cuando, las primeras obras de nuestros directores de cine de cabecera. Volver a la esencia de ese estilo que, por alguna razón, nos impactó. Se nos grabó en las pupilas. Ese que nos taladró en la cabeza y ya nunca se fue. Ese arte perenne. Rememorar los inicios después de una trayectoria en la que han ido puliendo detalles hasta su enésima potencia. Y es que los mejores suelen derribar la puerta sin complejos. Como una suerte de gen provocador ante lo establecido. Y eso es precisamente lo que se le puede atribuir a la directora Alice Waddington. La bilbaína, bajo dicho pseudónimo, se ha presentado sin tapujos con una ópera prima tan interesante en su premisa, como atractiva -en cuanto a fotografía- en su ejecución. Como es habitual en estos casos, un coctel cautivador con muchos logros y ciertos -aunque evidentes- defectos. Pero, en muchos casos, en el riesgo reside la seducción, y tal que así se ha presentado Paradise Hills (2019).

La obra se asienta en todo momento como hija de su tiempo, ése en el que la visualización prima por encima de todo, aunque el contexto opera con muchas más capas. Un filme que no nace con mayor pretensión que la necesidad y el deseo de contar una historia fantástica con protagonistas femeninas, según la propia directora, aunque no cabe duda que el subtexto aborda, de manera consciente, multitud de temas que construyen y denuncian ese futuro (o quizá presente) distópico en clave feminista. Y es que Paradise Hills se sumerge en la perversión mediante un cuento cruel.

Paradise Hills es un misterioso internado de lujo, al que familias de clase alta envían a sus hijas con el propósito de que sean entrenadas y educadas para ser mujeres (y esposas, como no) perfectas. Los personajes principales se encuentran enmarcados como arquetipos perfectamente dibujados sobre esas desviaciones que, supuestamente, se contraponen con el ideal de dicho estrato social: una chica con sobrepeso a la que su madre pretende encajar en un cuerpo de modelo; una estrella de la música con tendencia a la bebida y al desfase; y, por supuesto, Uma (Emma Roberts), quien no está dispuesta a sucumbir al matrimonio concertado. Pues sí, parece que no está tan alejada en el tiempo.

No obstante, es quizá ahí, en el guion (elaborado bajo las firmas de Brian DeLeeuw y Nacho Vigalondo, a partir de la idea de Waddington), donde peque de falta de ambición. Es indudable que la película se construye sobre unos parámetros visuales impecables. La excentricidad es máxima en todo lo que rodea a ese aterrador centro; desde el maquillaje hasta los propios decorados, pasando por un vestuario que ha absorbido y fusionado sin control referencias múltiples de aquella Inglaterra victoriana y del Siglo de Oro español. Pero hasta ahí llega, pues su notable puesta en escena se va diluyendo en favor de sobresalientes fotogramas de impacto. En esencia, se echa de menos un mayor desarrollo de las personalidades y una construcción de las relaciones con un peso dramático más atractivo. Eso sí, recordemos que es la primera película de una realizadora que apunta alto.

Como decíamos en el caso de esos grandes directores con dilatadas trayectorias, en esta ocasión se aprecia un nuevo -y renovado- ejemplo de la sombra de esa semilla que les brotó para enardecer el entusiasmo por dedicarse al séptimo arte. Y nos descolocaron. Los detalles se pulen, la técnica, también, pero la esencia permanece intacta. Desde el origen, todos convergen en una misma cosa. Las premisas suelen ser extraordinarias. Y no es para menos. En la mayoría de los casos, son ideas que llevan golpeando la mente del cineasta desde mucho tiempo atrás. Todo ese potencial se desborda en un inicio irreverente. En una carta de presentación sin complejos. Y ocurre en Paradise Hills.

Porque, entre todo lo expuesto, la narración se afianza en una metáfora que describe un mundo, el nuestro, que sigue obstinado todavía en contarle a las mujeres cómo tienen que comportarse para llegar a serlo. Y ante eso se subleva la directora. Frente al control social, el culto a la imagen o la lucha de clases. Por la simple y lógica necesidad de expresarse por sí misma. 

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