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El regreso a la rutina

Mar Rodríguez Vacas

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Bendita guardería. ¿Sabéis lo que se siente cuando alguien abre el grifo del agua mientras tú te estás duchando? Sí... Esa maravillosa sensación por la que, de repente el agua hierve, de repente está helada. Pues así de relajantes han sido mis baños estas 'vacaciones' de Navidad. No me he librado de esta tortura ni en las duchas rapidísimas de minuto y medio. El culpable tiene nombre y apellidos: mi hijo mayor.

El principal problema de este hijo mío es que no se está quieto. Aunque eso no es nuevo. Ya apuntaba maneras en la barriga. Hay testigos presenciales de cómo sacaba talones, coditos, manos y pies por todas partes y de cómo su actividad se multiplicada por la noche, cuando el bebé se montaba su propia fiesta preocupándonos por si tanta actividad era normal . Así que la cosa no viene de nuevas. Lo toca todo. Lo coge, lo mueve, lo suelta, lo vuelve a coger, lo cambia de sitio, se tira al suelo, se sube al sofá, salta, se tumba, se levanta... Me canso sólo de verlo y también de escribirlo. En serio. Lo de mi hijo es una actividad fuera de lo normal, hasta que se le acaba la pila. Tanto es así que el otro día tuve que despertarlo para que terminase de masticar el bocado de pera que se había metido en la boca.

Siempre que yo me ducho él se mete conmigo en el baño. Yo lo prefiero porque así no destroza por la casa. Mientras tanto, aprovecha para tirar una y otra vez de la cisterna y hacerme chillar como una loca: “¡No! ¡Deja eso! ¡No tires de la cisterna! ¡Bájate de ahí! ¡Que me quemo! ¡Que me quemoooo!”. Cuando conseguía que se bajase del inodoro la tomaba con el rollo de papel higiénico (destrozándolo en mil pedazos) o con alguno de mis cajones. Un desastre. Mientras yo ordenaba por un lado, él desordenaba por el otro, con lo que entrábamos en un bucle sin salida que he resuelto en varias ocasiones aparcando a los peques en casa de los abuelos y volviendo a la mía para hacer limpieza. Bueno... lo que quedaba por rematar después de que el pequeño gran hombrecito hubiese dejado como el jaspe los azulejos de mi baño tras frotarlos a fondo con ¡mi cepillo de dientes!

Lo peor de su terrible inquietud, el susto que nos llevamos hace unos días. Tengo (o mejor dicho, tenía) en mi dormitorio un espejo de casi dos metros de altura y estrechito, apoyado en el suelo pero bien agarrado con dos argollas a la pared para que no se moviese por nada del mundo. Pero el sistema de enganche no fue infalible. Salía yo del baño dejándome el espejito de marras atrás y a mi izquierda y cuando no había avanzado un par de metros se oyó un golpe seco. A continuación, el llanto de mi hijo. Lo que sucedió pasó en apenas unos segundos pero se hicieron eternos. El pequeño no había tenido otra que empujar el espejo para pegarlo a la pared, con lo que los enganches se salieron de las alcayatas y se le vino encima. La suerte hizo que se quedase atrancado con la puerta del dormitorio, dejando un pequeño triángulo en el que se quedó el pequeño medio a salvo. Y digo medio a salvo porque, aunque se libró de la peor parte, el pobre lloraba y sangraba por la nariz mientras sus labios se hinchaban. Cuando conseguí desatrancar la puerta entró su padre como una exhalación, lo cogió en brazos y, sin querer, tropezó con el marco del espejo, cayéndose dentro y rompiéndolo en mil pedazos.

No caí en lo de la superstición (esa que dice que romper un espejo trae siete de años de mala suerte) hasta dos días después. Normal, no creo en ellas. Aunque... si fuera cierta tanta palabrería esta sería la excepción que confirma la regla: ni un solo rasguño, ni el padre ni el hijo. Y eso que se quedaron dos picos en el espejo a modo de guillotina que cortaban la respiración.

Al enano no le pasó nada. La pediatra me indicó cómo explorarlo para ver si teníamos que ir a urgencias o no. Y no hizo falta. A los pocos minutos del jaleo ya le decía a todo el mundo: “La que hemos liado”. A las pocas horas conseguí su confesión: “Mamá, yo es que empujé al espejo así y luego ¡pum!”. “Cariño, ¿con qué te diste en tu carita? ¿Con el espejo o con la puerta?”. “Con el espejo, mamá”. No se si habrá aprendido la lección, aunque el susto nos lo hemos llevado todos.

Pero, por favor, no os toméis esto como el resumen de nuestras vacaciones navideñas. Estas fiestas las hemos pasado de lujo, en familia y con ratos divertidísimos. Aún así, deseando estaba de que todo volviese a la normalidad, recuperar la rutina. Y en ello estoy, sumergiéndome en el placer de volver a tener horarios. Y si no me entendéis es que no sois padres. Bendita guardería...

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