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Marrakech, al pie del Atlas

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Fidel Del Campo

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Es la más internacional de las capitales históricas de Marruecos. La más cosmopolita de las ciudades imperiales almohades del corazón del Magreb. Marrakech (tierra de Dios) respira cada mañana aire del Atlas. Se extiende sobre las faldas de la cordillera mítica, donde el Gigante sostiene el mundo, por una vega rica en agua, huertas y palmerales. Un oasis de adobe, rosa y ocre que esconde mezquitas, palacios y una arquitectura cúbica que ha hecho por décadas las delicias de artistas. Es en sí una versión refinada de Fez, urbe más profunda y cerrada, a la que ya dedicamos espacio. Marrakech es más fachada, más escenario, pero atrae. Presumida y coqueta, con un toque francés. Lugar de descanso de ricachones europeos, políticos como Churchill y bohemios en busca de té con hierbabuena y cosas más fuertes.

Plaza Jamaa el Fna y Medina. 

El corazón de la Medina, patrimonio Unesco. No es plaza urbanizada ni rodeada de monumentos. Es zoco sin calles, donde se come, se bebe, se canta, se roba, se mira... un teatro de la vida desde donde se desparraman decenas de callejuelas. En un extremo está la Kutubia. Lástima que no dejen a infieles entrar. Es una mezquita almohade, cúbica y rosa, rematada con una de las hermanas, en edad y diseño, de la Giralda. La plaza, como teatro de la vida que es, tiene sus horas. Desde el tranquilo amanecer al olor a comida y la bulla del mediodía o la fiesta nocturna. Es sitio para voyeurs. Verás vendedores de cualquier cosa, encantadores de serpientes moribundas o mujeres que te pintan las manos con henna. La plaza se llena de humo de brasas de cordero, de ruido de músicos, flautas y panderetas, también de aplausos por el malabarista de turno o por las hazañas de un faquir. Hay que subir a la terraza de uno de los cafés/restaurantes que circundan la plaza. Desde arriba la visión es espectacular. Considera la plaza como referencia para perderte por la Medina. Volverás a ella y con alivio al confirmar que te has perdido para reencontrarte.

Palacio El Badi. Es para mi gusto uno de los lugares de obligada visita Un palacio en ruinas que conserva dignidad quizás porque no fue restaurado ni acicalado con elementos orientalistas, ya contaminados por la arquitectura europea. Procede del siglo XVI y fue concebido como residencia imperial, algo que se nota nada más entrar en el gran patio/recibidor desde el que se distribuían las estancias. Los cronistas hablan de paredes y techos cubiertos de oro de Malí. De mármol y piedras de la India, de exotismo y agua. Como tantos sueños delirantes (ahí está nuestra Medina Azahara) apenas sobrevivió a sus creadores. Pero el expolio no lo ha despojado de una serena y contundente belleza. Me impresionaron las decenas de nidos de cigüeñas que cubren sus muros. Merece la pena acceder a las pocas dependencias en pie. En una se guarda un precioso minbar (púlpito para sermones) del siglo XIII, hecho en Córdoba en ébano y marfil

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Marrakech judía. La Mellah. Nombre que parece casi cabalístico por su sonoridad. Es el mote de esta judería, extensa y vibrante. De calles más anchas que la Medina a la que está pegada pero no unida. Un gheto de sabor sefardí, en el que se ven estrellas de David, casas apiladas y un sabor no perdido a ciudadela llena de sorpresas. Una de ellas es el Palacio Bahia. Quizás con un punto pastiche, por ser del XIX a gusto de los sultanes de turno, con un toque orientalista divertido, visible en más de un centenar de habitaciones y jardines.

Marrakech francesa. Extramuros, la metrópoli francesa creó Guéliz. Un barrio lejos del bullicio y las sombras del zoco y la Medina, siempre temida por el occidental. El barrio está adaptado a la visión racionalista de unos colonizadores que tuvieron el buen gusto de no destrozar los arrabales de la ciudad. Su arquitectura preserva sabor bereber, no rompe con el rosado adobe de la ciudad. Guarda un sabor comercial más pausado que el centro viejo.

Los jardines. Ya os hablé en el blog de los jardines de Majorelle. Jardín francés y oriental, metido entre los muros de un chalé modernista, escondite de Yves Saint Laurent. Bambúes, rosas, aguas y olores por entre muros de azul cobalto y amarillos mostaza. Un lugar para perderse, y paseo obligado si te internas en Guéliz. Otro oasis verde es La Menara. Pura geometría árabe. Fascina su enorme estanque, en medio de un palmeral, con un templete que juega a reflejarse en el agua y el cielo, con el Atlas nevado al fondo. Este rincón, sencillo y contundente, encierra el concepto de lo que es la arquitectura para la civilización islámica: belleza humana y natural combinadas.

Las riads. No concibo dormir en un hotel al uso si estás en Marrakech. Son la interpretación marroquí de la casa patio. Como os contaba al hablar de Fez, son un descarado legado romano, arabizado como las nuestras. El turismo ha permitido salvar muchas de estas casas. Búscate una riad adecuada a tus gustos. Desde las mochileras a las del más puro lujo. Son cientos, repartidas por toda la Medina. Es un privilegio dormir en alguna y desayunar al fresco en su azotea, oteando minaretes, tejados y almenas de adobe. Aunque sea para tomar un té, pásate por La Mamounia, el hotel favorito de Churchill que tiene aquí un bar con su nombre. Hitchcock y Agatha Christie eran también fans. Un lujo pegado a la muralla

tiene aquí un bar con su nombre.

Comer. Marruecos es pura sofisticación culinariaMarruecos es pura sofisticación culinaria. Empanadas saladas y dulces de carne, finas cremas de verdura, tagines y guisos de cordero y pollo. Esponjosos cous-cous llenos de sabor, mezclas exquisitas de especias... No te pierdas un buen té con dulces: placeres de miel y pistacho.

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