No sé que tendrá la muerte que dulcifica los errores de los que nunca acertaron, convierte en apacibles a los iracundos, en simpáticos a los que nunca dieron ni los buenos días, casi santifica a los hijos de Satanás y absuelve a los pecadores. Para los buenos de verdad es una putada, porque los deja tal cual estaban… menos a Rafaela Carrá, sobre la que es unánime la idea de elevarla al olimpo de las diosas de la felicidad.
No fue la profundidad de las letras de sus canciones con eso de “ah ahhh ah ahhh en el amor todo es empezar”; ni aquella figura de piernas infinitas ! Ay esas piernas ! enfundada en los monos elásticos de atrevidos colores asomando menos materia grasa que la de un yogur desnatado; no, tampoco creo que fuera su manera de bailar escandalizando siempre a los mismos y hasta causando estragos en el Vaticano en aquel 1971 con el ombligo al aire y su TUCA TUCA. El baile, recuérdenlo, se las traía. Y ni siquiera su absolutamente imposible cintura de avispa.
No fueron tampoco las coreografías inverosímiles rodeada de aquellos bailarines “eunucunados”; ni la enorme sonrisa dejando al aire el hueco eterno entre sus dientes; ni los brillos, ni las lentejuelas y ni siquiera su melena lisa, de flequillo geométrico y un rubio oxigenado que marcó toda una época y que fue solo comparable al de la mítica Marilyn; ni tan siquiera será “ad perpetuam” el golpe de cabellera de abajo hacia atrás al grito de “explota, explótame, expló - !zas !- explota, explota mi corazón ”. No, lo que Rafaela nos dejó para siempre es mucho más que todo eso y bastante más simple: la alegría de vivir.
Todos tenemos amigos - o eso creemos- que junto con la música son el bálsamo, o la tormenta de arena y ventisco para nuestro ánimo. Hubo una época en la que tuve amigas como Camarón y su quejido, siempre con la hondura puesta; otras rebeldes como Jeannette, pero lánguidas y de ojos tristes que me aplanaban; también las tuve poco profundas y almibaradas de inaudito éxito a lo Julio Iglesias; las flojas que no se levantaban y tenían demasiada pose como Mecano y hasta las eternas divas, siempre infelices y malhumoradas, a lo Sara Montiel.
Cuando pasan los años y ya no queda tiempo para tanta profundidad, ni tristeza, ni para tanta pose, ni falso divismo, cuando la música cada día me gusta más por tener la sublime capacidad de convertir mi estado de ánimo y de hacer que me revuelque en él como un marrano en un charco, solo quiero en mi vida amigas Rafaelas Carrás, rebosantes de vitalidad y de colores, con alegría de vivir y a las que, yo que soy así, así seguiré y nunca cambiaré, como Alaska, no les importe lo que yo diga, ni lo que yo haga, porque solo nos importe la alegria de vivir.
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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