La muerte y los fantasmas de la 'chambre verte'
La Fille de nulle part (Jean-Claude Brisseau, 2012)
¡Oh Señor, ábreme las puertas de la noche!
Víctor Hugo
Es difícil, al menos para mí, escribir analítica y desapasionadamente de un cineasta como Jean-Claude Brisseau. El autor de Céline (1992), al que sigo regularmente desde hace ya bastante años y del que he visto prácticamente toda su filmografía, ha sabido crear una obra que desde la primera de sus películas que conozco, La Vie comme ça (1978), no ha dado un solo paso en falso, a la par de haber evolucionado (evito la palabra crecido, porque desde sus comienzos fue un autor plenamente maduro), manteniéndose, desde muy pronto, siempre fiel a una serie de constantes temáticas y de rasgos de estilo. Brisseau –al igual que antes que él Eustache, Pialat o Garrel– ha atrapado a sus exégetas, entre los que me cuento, en una relación muy especial –imagino que sin ser consciente de ello ni importarle lo más mínimo–, una especie de culto privado, cuyas claves se encuentran diseminadas, nunca de forma evidente, a lo largo y ancho de una obra que fluye como un continuum. Por todo ello, me resulta imposible imaginar la impresión que una película como La Fille de nulle part (2012) pueda causar en quien intente abordarla como una obra única, desgajada de toda una producción anterior a la cual está unida de forma orgánica e indisoluble, o para quien no entienda lo que supone habitar, queremos pensar que consciente y comprometidamente, en este mundo y aún así vivir por y para el cine (Brisseau se define a sí mismo como «el hijo de una sirvienta que ha vivido en el sueño del cine»), con éste siempre como testigo de toda nuestra vida y probablemente también de nuestra muerte.
El mejor cronista de la vida en el polígono (donde la remodelación urbana, que ya cuestionara amargamente Pialat en L’Amour existe [1960], había encerrado a la clase obrera, condenada al paro, el alcoholismo, el abandono asistencial, el tráfico de drogas y la violencia familiar y vecinal) nunca fue el cineasta apegado al realismo social que algunos quisieron ver. Ese cosmos delimitado por las leyes físicas, falseado por las sociales y explicado racionalmente por la ciencia, a la cual pertenecen muchos de los protagonistas de sus películas (el científico de Un jeu brutal [1983], el profesor de física de À l’aventure [2008], el de matemáticas de La Fille de nulle part, etc.), es tan sólo la primera capa de una naciente conciencia que intenta descifrar la realidad que nos rodea, inicialmente insensible a esa vasta extensión de agujeros de gusano, incomprensibles serendipias, migraciones de almas y presencias espectrales que se comunican con el mundo conocido e intervienen en nuestro destino; recordemos, por ejemplo, las impagables razones que, en Un jeu brutal, el científico que lucha contra el cáncer, encarnado por Bruno Cremer, expone para explicar su delirio infanticida. El racionalismo se ve pues sacudido por la intervención de esa otra dimensión intangible, a la que en el cine de Brisseau se accede a menudo a través del éxtasis místico y siempre mediante un trauma.
Con un título que difiere tan sólo en una palabra –«fille» por «femme»– del mediometraje mudo de Louis Delluc, el último Brisseau deja sin argumentos a quienes, tras el éxito crítico de sus películas de los 80 bajo el paraguas de Les Films de Losange (Rohmer se fijó en Brisseau tras descubrir su debut en súper-8 en un festival de cine amateur), fruncieron el ceño ante lo que interpretaron simplemente como las fantasías erótico-románticas de un hombre de mediana edad (Noce blanche, 1989) o los extravíos místicos de un cristiano (Céline). Cerrada su celebrada trilogía softcore que indagaba en la sexualidad femenina como fin y como medio, Brisseau se expone más que nunca para hablarnos de amores desaparecidos y resurrecciones o reencarnaciones, en un universo acechado por apariciones (la muerte sería el supremo vampyr fantasmático) que amenazan nuestros frágiles instantes de belleza y ternura.
Michel (encarnado por el propio Brisseau, que finalmente se libera de la máscara de Bruno Cremer y de Frédéric van den Driessche) es un profesor de matemáticas jubilado –no muy alejado del de física reconvertido en taxista de À l’aventure–, que vive solo tras el fallecimiento diez años atrás de su amada esposa. Aún apesadumbrado por la pérdida, la soledad y el fracaso de la utopía revolucionaria, pasa sus días dedicado a la escritura de un libro sobre los diferentes medios (religión, arte, ciencia) que el hombre ha utilizado a lo largo de la Historia para evadir su encuentro con lo desconocido, innombrable y silente que nos acompaña en nuestro viaje por el tiempo y el espacio. Ante su puerta aparecerá una desconocida (Virginie Ledeau, actriz secundaria y asistente de dirección en Les Anges exterminateurs [2006]), golpeada en el rellano de la escalera por un asaltante. La joven Dora será recogida y cuidada por un Brisseau cuyo personaje se relaciona con ella de una manera parecida a la de los últimos papeles interpretados por Clint Eastwood, aunque sin las trampas y lugares comunes a los que suele recurrir el autor de Bird (1988) en sus habituales caracterizaciones paternales como viejo gruñón de corazón de oro. El personaje de Michel llegó a dirigir también un cine-club, razón por la que su apartamento –que es el del propio Brisseau– está empapelado de estanterías repletas de libros de cine, DVD y cintas de vídeo, que revelan su amor por el cine clásico americano. En varios de los planos al inicio de la película, el «cofre Clint» asiste cómplice al nacimiento de la relación entre Michel y Dora, sugiriendo al espectador –al menos a éste– el referido parentesco. Dora, que está absolutamente sola en el mundo, se manifiesta pronto como un ser sensible con la capacidad de predecir acontecimientos futuros (el accidente de coche que le costó la vida a sus padres), y atisbar las amenazas que se ciernen sobre el propio Michel. De una sesión de espiritismo de ambos nacerá una idea que en cualquier otro autor sería ridícula en su gestación y desastrosa en su desarrollo, pero que en Brisseau insufla el aliento romántico y lírico a su propuesta: la posibilidad de que la joven Dora sea en realidad una reencarnación de la esposa muerta.
El poema de Víctor Hugo, «Veni, vidi, vixi» (incluido, como el posterior al que haré referencia, en su recopilación de poemas Les Contemplations [1856]), del que se extrae el epígrafe que abre La Fille de nulle part y este texto, estaba dedicado a su fallecida hija Leopoldine. De la posibilidad de su incestuoso enamoramiento debaten Michel y el que parece ser su único amigo, en las pocas escenas de la película rodadas fuera de las cuatro paredes del apartamento. La sombra de Víctor Hugo, que siempre fue una influencia mayor para Brisseau, aparecía también en Les Ombres (1982) cuando la hija del matrimonio en crisis repasaba el poema «Apparition» para un trabajo escolar, preguntándole al extenuado padre después de una dura jornada de trabajo en la fábrica si creía, ante el relato del poeta del encuentro con el fantasma de Leopoldine, que el alma de la muchacha se manifestaba como una presencia real o si Víctor Hugo tan sólo lo imaginaba para hacerla vivir de nuevo; pregunta sin respuesta que cerraba magistralmente Un jeu brutal, al igual que vuelve a hacerlo en La Fille de nulle part. En la citada Les Ombres, de nuevo la niña de la película se atasca ante otro trabajo escolar, éste dedicado a Bernanos. No puede entender (hasta el final, cuando tras salvar a su padre del suicidio le relata el sueño que ha tenido) las últimas palabras del protagonista de Journal d’un curé de campagne (1936): «¿Y qué más da? Todo es gracia». El cine de Brisseau –como el de Pialat y Bresson– siempre comprendió el verdadero sentido de esa gracia, dejando que éste impregnara toda su obra: el trato misericordioso hacia los demás sin la más mínima referencia a sus merecimientos.
Al igual que Van Gogh, Brisseau puede vivir sin Dios, pero no sin su impulso creador; es este impulso el que sin duda le ha llevado a filmar su última película en unas condiciones en las que muchos de sus colegas no se habrían atrevido a rodar ni un solo plano. Pero si la escasez de fondos le ha forzado a coprotagonizar La Fille de nulle part, a reutilizar los efectos sonoros de El Exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) y a rodar en vídeo digital (por primera vez en su carrera) en su propio apartamento, con un mínimo equipo de prácticamente tres actores, un director de fotografía (que es también técnico de sonido), el «Adagietto» de la 5ª Sinfonía de Gustav Mahler (1902) como único acompañamiento musical y su inseparable María Luisa García, ejerciendo de directora artística, montadora y diseñadora de vestuario, es esa misma escasez de medios la que aporta a la película mucho más de lo que le resta, convirtiéndola al mismo tiempo en una historia surrealista de amour fou sobre la importancia de la ilusión en nuestras vidas y en una home movie que nos habla de la existencia íntima y cotidiana de su creador. La pudorosa y conmovedora interpretación de Brisseau (inalcanzable para un actor profesional, que acabaría protegiéndose y recurriendo al falseamiento de sus emociones) encuentra acomodo en su mausoleo privado, en su particular chambre verte repleta de queridos y perdurables espíritus, pero asediada por el fatalismo de lo imponderable, donde el viejo Michel exhalará su último suspiro mientras el «cofre Ford at Fox», que recoge los años Zanuck del autor de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952) asiste como testigo mudo al fondo del encuadre, encerrado en su urna de cristal, a uno de los momentos más hermosos de la ya larga historia de este arte que, como afirmaba Derrida, «fue inventado para colmar nuestro deseo de relación con los fantasmas».
La Fille de nulle part se alzó con el Leopardo de Oro en el Festival Internacional de Cine de Locarno, en su edición de 2012.
Texto aparecido originalmente en el número 6 de la revista Lumière.
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