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El extraño banquete de la paz

Juan José Fernández Palomo

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El próximo 10 de diciembre, como desde hace más de cien años, uno de los salones del ayuntamiento de Estocolmo (azul, creo) acogerá el tradicional banquete que sigue a la ceremonia de entrega de los premios Nobel del año. Más de 1.500 personas vestidas de gala intentarán zamparse un sofisticado menú que se mantiene en secreto hasta casi la misma hora de sentarse a la mesa.

Como la sombra de la cocina burguesa francesa ha sido muy alargada durante buena parte del siglo pasado, en esas cenas, durante muchas ediciones, se ha abusado de consomés, sopas clarificadas, salsas bearnesas, lenguados meuniere, paté de canard y cosas así. En los últimos años, sin embargo, a los organizadores les ha entrado un ligero ataque de nacionalismo culinario escandinavo y los lujosos manteles se pueblan de salmón salvaje, filetes de reno de Laponia (ojo Papa Noel, que te dejan sin carromato antes de Navidad), vieiras de Hitra y demás “materia prima de proximidad”. Huelga decir que no hay que comérselo todo, pero sí probar de cada plato para no quedar mal, aunque me asaltan imágenes de un frugal Arafat rechazando raciones o de un Camilo José Cela limpiando platos con miga de pan.

Ya sabrán que este año el premio Nobel de la Paz ha sido otorgado a la Unión Europea “por su contribución durante seis décadas al avance de la paz y la reconcialiación,la democracia y los derechos humanos en Europa”. No, no es un chiste.

Ahora que Europa está menos unida que nunca, cuando la conduce una maquinista Merkel a los mandos de una locomotora alemana que, en vez de arrastrar un tren armonioso parece más bien el “látigo macareno” intentando descarrilar a los vagones de cola del Sur, cuando una extraña política de cuotas y subvenciones hace que se derrame leche, se devuelvan peces muertos al mar, transportistas vean arruinadas sus mercancías en las fronteras, se incineren cerdos sin consumir o se pinten olivos de cartón.

La Europa que permitió la guerra de los Balcanes, la que perdonó a sátrapas a cambio de petróleo, la que acoge paraísos fiscales en su propio suelo, la anfitriona de la cumbre de las Azores, la que cierra sus puertas a quienes buscan una vida algo mejor. Esa Europa, y esa presunta unión, recibirá el Nobel de la Paz.

Es como si le dieran el Nobel de Medicina a la Criatura en vez de al doctor Frankenstein que la creó (mal), por no darle el de Literatura a Mary Shelley, que hubiera sido lo suyo.

¿Quién se sentará el 10 de diciembre a la mesa del banquete en representación de la Unión Europea? Podrían ser un banquero, su mujer y su amante. Podría ser Durao Barroso enseñando sus hilos de marioneta bajo las mangas del frac. Podrían ser los penúltimos becarios Erasmus pidiendo porciones de pizza y kebabs...

He aquí una propuesta: que vaya una delegación de la cofradía de pescadores de Barbate, que se cenen una escudilla de papitas con choco por la patilla y, después, que se rulen un canutito en el balcón del ayuntamiento de Estocolmo. Eruptando al fresquito de la noche escandinava.

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