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Por elevación

Juan José Fernández Palomo

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Por un lado, el carpetovetónico campechano que la noble ciudad de Valladolid tiene por alcalde se descarga preocupado porque una mujer puede compartir con él la cabina de un ascensor y salir cuando se abran las puertas con el sujetador en la mano y dando alaridos. Extraña preocupación para un primer edil al que recomiendo que deje de repasar la colección en vhs de las Aventuras de Benny Hill y, de paso, sugiero a los vallisoletanos que, en mayo, utilicen el montacargas electoral y lo desciendan al subsuelo castellano.

Por otro lado, la presidenta de la Junta de Andalucía inaugura el curso en las guarderías diciendo que la educación es un “ascensor social”. Imagen que supongo cocinada por sus asesores (comprendo su trabajo) para que la frase ascienda a los titulares de prensa. Cosa que consiguió: bien hecho. Pero si aún tuviéramos la casi extinguida costumbre de leer y escuchar con cierto espíritu crítico en estos días veloces, la frase pierde su presumida eficacia.

Sobre todo ¿cuándo se escribe sobretodo junto o separado y por qué? si pensamos en la cantidad de jóvenes titulados universitarios que están en paro o que deciden salir al extranjero a ver qué pasa ahí fuera o lavan vasos o ponen copas o pinchan música los sábados.

Si pensamos en esos hombres y mujeres de magníficos currículos que se quedan sin trabajo y la única respuesta que reciben es que se “auto empleen” cuando se educaron para ser empleados.

Si pensamos en que la burbuja inmobiliaria que permitieron hinchar gobiernos de todos los signos (es decir, de dos signos) vació las aburridas aulas para que chavales se subieran al andamio y pudieran comprarse un hunday. Pompa de ladrillo que se desvaneció, bajó a los chavales del andamio y los dejó sin trabajo, sin educación y con el hunday abollado y sin gasolina aparcado a la puerta de la casa de sus padres -o de sus abuelos-.

Habría que recordarles, con todos los respetos, a la presidenta andaluza y a ese alcalde español que los ascensores, desde su origen en la polea allá por los tiempos de Arquímedes, sirven para subir y también para bajar, ya sean sociales, hidráulicos o pucelanos. Y, por supuesto, que más vale pensar lo que se dice que decir lo que se piensa.

Por cierto: ¿qué diría don Antonio Machado de esta manera de empezar el curso? No lo sé, no hablo con los muertos; simplemente los echo de menos.

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