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Croquetas

Juan José Fernández Palomo

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Ayer se celebró el Día Mundial de la Croqueta, no me pregunten por qué, no lo sé. No sé si es cosa de la ONU, de la FAO, de la UE, de Fusión Madrid, del ministro Planas, de Georgie Dann o del Club Bilderberg. Juro que no lo sé.

Hay días para todo, parece ser, lo mismo para salvar al último caribú que para denunciar la ablación, luchar contra la explotación infantil, reunir a los fans de Star Trek o valorar la croqueta.

El totum revolutum de la gilipollez humana es inabarcable. Esto nos distingue de otros seres de la Evolución (antes se decía “seres de la Creación”; bueno todavía hay quien lo dice, pero eso es dejarse llevar por la tradición). No conozco ningún animal gilipollas. Es difícil adjetivar así a un bicho; eso sería humanizarlo y cualquier etólogo decente nos diría que estamos en un error. Sólo los animalitos de Disney son susceptibles de ser llamados “gilipollas”, porque no son animales de verdad. Disney ha hecho mucho daño.

Me acordé de tres versiones de croquetas: las de mi tía Manuela, las de mi suegra y las de Andrés Iniesta.

Las de mi tía son mi infancia, las de mi suegra son la inmanencia y vertebración de una familia y una de Andrés Iniesta en Stamford Bridge a un lateral del Chelsea en una semifinal de Champions fue, directamente, la Gloria y otra cerveza.

La croqueta, en esencia, no deja de ser un fake. Puedes darle una de puchero disfrazada a un vegano que se la pimpla sin más como no esté muy atento. El psicópata tullido de Goebbles podría haber sido el inventor de la croqueta cuando envolvía y envolvía masas de mentiras en discursos crujientes.

La croqueta tiene su peligro, pues. También en estos tiempos.

Yo reivindicó la figura del niño furtivo que, como un comando, asalta la cocina en penumbra y mete los dedos en la masa templada de las croquetas aún por terminar de hacer.

El pequeño soldado que se la juega y va al meollo antes de que nadie disfrace la verdad.

Mi héroe.

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