El kiosquero del barrio está sepultado como cada septiembre. Un año más, los flancos, el frontal y el fondo y el subterráneo si lo hubiera, que no sé, de su garito se llenan de fascículos y de cajas de cartón y plásticos que anuncian todo tipo de posibilidades que se abortan al siguiente fin de semana.
Futbolistas que ya han cambiado de equipo después de ser fotografiados en un cromo, cafeteras del pasado, coches en miniatura pieza a pieza, superhéroes franquiciados, recetas de cocina internacional para gente que no viaja, muestras de croché, pashminas de colores, reproducciones de perros en falsa porcelana, vagones de tren de una Europa extinguida, excavadoras, monedas falsas, soldados de plástico que echan de menos el plomo, mariposas adhesivas, un tanque a trocitos… 1´99 la primera entrega.
Un kiosco en septiembre es la metáfora perfecta de la aplicación del caos al caos. De eso no necesitamos nada porque nada de eso nos fue necesario antes. Parece una frase de auto ayuda o de filosofía oriental cogida con pinzas. Da igual; en el caos no hay error.
Nadie nunca pasa de la primera entrega.
Hay una caja en todas las casas que está llena de “primeras entregas” desordenadas. De cuando eran baratas.
Así están también nuestras cabezas y nuestros corazones, nuestras relaciones, nuestras lecturas, nuestros anhelos y nuestras frustraciones. Todo lleno de algo parecido a la primera entrega.
Llega una mudanza y vuelves a encontrarte con esa caja de colecciones interruptas y ya no sabes qué hacer, si abrazarla y luchar por ella o dejarla junto al contenedor para que la valore el embajador de Rumanía en el barrio.
Mi kiosquero (que no sabe si escribirse con K o con Q) asoma entre los coleccionables y me da el vuelto del periódico y confirma que el boleto de la Primitiva marca un 0. Una vez más.
Siempre hay una primera y única entrega.
-“¿Quieres el primer fascículo de Cómo montarte una central eólica junto al inodoro”
-No, gracias.
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