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Cancerbero

Juan José Fernández Palomo

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Vivo en un piso al que no le funciona el portero automático desde hace años. No lo he arreglado porque el bricolaje y yo somos conceptos antitéticos. De hecho, creo que para la chapuza doméstica, como para ciertas prácticas sexuales, hay que tener actitud y/o aptitud; es decir, ciertas dosis de habilidad y/o competencia. Yo no las tengo, así que la bricomanía no la considero, ni siquiera, un tipo de parafilia.

Al principio pensé que no tener portero automático iba a suponer un engorro, que me perdía algo, que no era un ciudadano completo, sino más bien una víctima de los fallos del progreso. Podía quedar aislado, incomunicado, al no tener avisos del exterior: no sabría cuándo llega el butano, cuándo la carta certificada, el correo comercial, el pedido del supermercado, mis amigos a ver el partido, mi amante a darme una sorpresa...

Sin embargo el tiempo va pasando y ya me he acostumbrado a vivir sin ese trasto. Me gusta. Ahora la avería crónica de mi telefonillo la considero una liberación. Nadie me molesta en la siesta por esa vía, ningún bromista me despierta desde el portal en la madrugada. A mi casa sólo accede quien yo quiero tras cita previa, debidamente fijada en el día y la hora. Un engorro menos.

El portero electrónico, primero ciego, luego con cámara, es uno de esos inventos que los de mi generación hemos visto irrumpir en nuestras vidas como un ejemplo del cambio de los tiempos. Un trasto cuya invención y su extendida implantación se explicaban por el afán de seguridad y el miedo a la invasión en el nuevo desarrollo de las ciudades, sus nuevos barrios, sus nuevas urbanizaciones. Una máquina que, para hacer la vida -presuntamente- más fácil a los humanos, acabó por borrar de la sociedad a todo un gremio e hizo más pequeños los vestíbulos de los edificios. Una máquina eficaz y discreta. Ésa que intentaba vender el personaje de Saza en “La escopeta nacional” mientras invitaba, sin éxito, a comer níscalos (“rovellons”) al ministro de turno.

Ahora veo que el aparato es más prescindible de lo que podríamos creer. Si alguien lo pulsa desde la calle no sabe que no funciona, por lo tanto su llamada no será respondida, creerá que no hay nadie y se marchará.

Imaginen La Moncloa, el 10 de Downing Street o la sede central de Bankia con el porterillo descacharrado: nadie dentro se enteraría de la llamada, nadie sería molestado, nadie abriría, nadie recibiría malas noticias ni certificados desagradables. Imaginen las verjas de Melilla o de Ceuta con un pulsador roto.

Ahora me siento inmortal: no podré abrirle a la Parca, no me enteraré de su llegada. Ni entrará en mi casa ni podrá invitarme a dar una vuelta. En mi ignorancia seguiré esperando a que Luis Berlanga venga y me lo explique; y el tiempo pasará. Como suele hacerlo.

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