Últimamente voy con cierto reparo al cine porque, con frecuencia, me abruman los adjetivos con que parte de la crítica, y no digamos los y las opinadoras de las redes sociales, califican a las películas (sobre todo, si son españolas). De la misma manera que empieza a pasar con las series, rara es la semana en la que no se estrena una “obra maestra”, la “película del año” o a la que se le auguran un largo listado de premios. Si además el estreno viene avalado por el reconocimiento de algún festival, me echo a temblar. Me gustaría dejarme el aguafiestas que, a lo Sarah Ahmed, llevo siempre conmigo, de la misma manera que me gustaría no coincidir con tanta frecuencia con Carlos Boyero, aunque todo hay que decirlo, los argumentos que él usa para desmontar una película suelen distar bastante de los míos. Con la nueva película de Isaki Lacuesta, codirigida con Pol Rodríguez, una de esas que no ha dejado de recibir adjetivo ditirámbicos desde que se estrenó en el Festival de Málaga, me ha vuelto a pasar. No solo lo de coincidir en gran medida con el crítico más machirulo de la península sino de salir de la sala con la sensación de haber visto una película muy bien rodada, técnicamente impecable, pero que no me había interesado lo más mínimo. Y que incluso por momentos me había incomodado por cómo enfoca a sus personajes. De nuevo, un relato sobre supuestos genios masculinos insoportables, a los que los creadores, por supuesto también hombres, elevan a unos inmerecidos altares y nos lo cuentan con una mezcla insoportable de pretensiones artísticas propias de quienes viven en torres de cristal.
Al margen de lo que la película cuenta sobre el grupo Las Planetas, cuya historia me importa tanto como un biopic de Locomía, aunque entiendo que pueda propiciar orgasmos a seguidores y fanáticos, lo que más me ha llamado la atención de esta obra es cómo se nos retrata un mundo de hombres, absolutamente endiosados, cuya historia se nos vende como la de una genialidad torturada. Todo un clásico en el retrato de los heroísmos masculinos que, incluso en la decadencia, o en el fracaso, consiguen trasladarse a los imaginarios colectivos con la cobertura de la importancia y de la admiración. Lo cuenta muy bien Alfredo Ramos en su libro Perforar la masculinidad, cuando explica cómo en épocas recientes el fracaso de algunos políticos españoles ha servido para construir una épica de su centralidad en el espacio público. En la película de Lacuesta, asistimos a las supuestas torturas interiores de dos amigos que pelean con ellos mismos y entre sí, que se dejan arrastrar por las drogas en una celebración de los excesos que parecen justificados siempre que se habla de arte y que parecen no tener más miradas más que para sus ombligos de machitos que pareen destinados a no sé qué cruzada artística. Herederos de Lorca, acunados por Enrique Morente, absorbidos por la magia de una Granada oscura y autorreferencial. Ellos son, como si fueran la imagen de una cofradía del Sacromonte, cristos en penitencia, creadores que se autoflagelan, en fin, niñatos de los que, por cierto, nunca sabemos bien quién y cómo sostenía sus noches de desparrame y éxtasis. Todo ello, revestido de unas imágenes oníricas y de un montaje, técnicamente impecable, pero que parece empeñado en mostrarnos que ahí estaba en juego algo muy serio y profundo. Puro arte. Pura genialidad. Puro onanismo.
Segundo premio es una de esas películas perfectas para explicar con imágenes lo que tal vez sus creadores no pretendían contar (o sí). Me refiero a cómo a través de los dos protagonistas, pero también de todos los que se mueven a su alrededor, comprobamos algunos de esos elementos que los aguafiestas feministas venimos subrayando sobre la llamada masculinidad hegemónica. Para empezar, la homosocialidad, es decir, la necesidad masculina del colegueo, de la fratría, del respaldo horizontal de los iguales, de compartir espacios y tiempos sin mujeres. Tal vez porque, como bien nos advirtiera Josep Vicent Marqués, la gran paradoja del hombre heterosexual es que no le gustan las mujeres como personas. De ahí que ellas, en la película, apenas sean parte del decorado – y en algún momento, como en la escena de sexo que vemos casi al principio, dignas de ser analizadas por el ojo crítico, e indignado añado yo, de Laura Mulvey - y que en el único personaje femenino con una cierta entidad, la inteligente May, aparezca siempre como la sospechosa de haber generado la crisis entre los varones, como la que huyó y los dejó desvalidos, una suerte de imagen suavizada e intelectualizada de la eterna Eva, de la que apenas adivinamos, y creo que esto sería lo mejor de la película, que ella era la única genia, y no tanto, o solo, por lo que pudiera tener de creadora, sino por cómo supo decir que no y salirse del círculo tóxico de la testosterona. Ese que impide que los dos amigos, tal vez algo más que amigos, sean incapaces de comunicarse verbalmente, que lo hagan mejor con puñetazos e ira con palabras, que huyan de los abrazos y que en vez de afrontar sus vulnerabilidades las exhiban como banderas que los victimizan. Un problema que no deriva tanto de un lugar geográfico sino de una condición sociocultural. Es decir, el problema no es tanto que ellos sean “granaínos” sino que son dos varones que responden fielmente a los mandatos de la virilidad. Para desgracia de ellos mismos y de las personas que los rodean.
Tal vez a los dos protagonistas se les hubieran quitado algunas tonterías de la cabeza, y del cuerpo, si hubieran reconocido sus fragilidades, si hubieran aniquilado su homofobia interiorizada, si se hubieran dejado llevar, en vez de por los reclamos masculinos de éxito, por la ternura y por los deseos. Los de verdad. No los convertidos en Segundo premio es una especie de perfecto manual de la genialidad macha, autodestructiva y épica. Santificada y siempre por alabar.
Llegué a mi casa tan abrumado por los fantasmas de Lorca, Morente, Los Planetas, el cocodrilo y la madrugá, que necesité, un poco a “lo May”, huir de tanta genialidad masculina. Fue así como me refugié en los dos últimos capítulos de la maravillosa serie inglesa Big Boys (Filmin) y fue así como pude ir a la cama preparado para soñar con un planeta con menos genios machitos, con más sentido del humor y con más hombres dispuestos a abrazar(se).
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