Érase una vez Villaharta...
Érase una vez una vez una máquina del tiempo con forma de PC Astra del 88, y un niño dentro que tararea la banda sonora del video juego “Alex Kid”. Este niño se llama Paquito y lo que más le gusta es la vida Gandumbi [más detalles de esta forma de vida en el audio], porque “la vida Gandumbi es la vida mejor”, en su pueblo: Villaharta.
A Paquito ningún lazo familiar le unía a su pueblo. Fueron a vivir allí porque su padre comenzó a trabajar en la central térmica que había cerca. Así fue hasta que él cumplió ocho años y su hermana entró en primero de B.U.P. Los transportes eran un mundo y se estilaba trasladar el domicilio a Córdoba cuando los hijos comenzaban la secundaria. Así que el nuevo destino de sus dos hermanos mayores, sus padres y el suyo propio fue Córdoba.
Durante la semana permanecían en la capital, pero en cuanto salían el viernes de los respectivos centros escolares, regresaban a Villaharta hasta el domingo por la noche. El fin de semana era lo más esperado por Paquito en toda la semana, “por increíble que pueda parecer”, ya que el pueblo contaba tan solo con seiscientos metros, “medidos con una moto de una a otra punta”, no más de diez calles. En cuanto a la población, él nunca hubiese podido desfilar a quintos por ser el único nacido en el año mil novecientos ochenta y uno. De hecho, no quiso celebrar allí su comunión porque con cuatro niñas nada más le daba un poco de corte.
Poco importaba, sin embargo, para tener los dos mejores amigos del mundo. Juntos constituían un trío de jefes invencible: jefe UNO, jefe DOS, jefe TRES. Con este sistema político, cada día le tocaba a uno de ellos llevar la batuta de jefe principal. “No recuerdo desde cuando los conozco, desde que tengo uso de razón siempre han estado en mi vida”, así que su marcha a Córdoba “para mí fue un shock”. Cuando salía del colegio a las cinco de la tarde, el escopetazo de salida lo marcaba la vuelta de su padre del trabajo. Soltaba la mochila y, hala, a desaparecer al campo y a jugar al fútbol hasta que se encendían las farolas.
Uno de los grandes entretenimientos de los tres jefes era el del bus. Al día solo entraba uno que venía de Pozoblanco. Pasaba por una lonja, “que le llamábamos”, un paseo con barandilla, y “la cosa era salir corriendo detrás cantando: la Alsina de España, la Alsina de España”, ni recuerda a qué venía. En el campo, “pelearnos con aceitunas”, en el pueblo, “jugar al fútbol setenta horas al día a las tres de la tarde en verano sin camiseta”, negros como el tizón se ponían. Un día se fueron a hacer una presa en un arroyo sin echar cuentas del tiempo. Después de horas y horas aparecieron, medio pueblo estaba buscándolos y diciendo “¿esta gente donde se ha metido?”. Y, en realidad, se encontraban a veinte metros o poco más.
En la plaza del pueblo, cuando eran pequeños, tenían que pasar cada media hora por los bancos donde se sentaban sus padres, para que supieran que estaban bien. Al principio iban todos, pero cuando pasó el tiempo mandaban a uno para dar el parte. Si estaban muy cansados, pero sus padres no, se hacían la típica camita con dos sillas y se acostaban en ella. Y, cómo no, el juego de la mezcla de restos de cocacolas y fantas, arg!
En el colegio había clases con cursos mezclados, segundo y tercero de E.G.B. juntos, con un total de quince niños aproximadamente. Un año incluso tuvieron que dar clase en un despacho, cuatro o cinco alumnos. En Córdoba, sin embargo, un solo curso eran unos treinta y ocho, “Dios mío, si yo no he visto a tanto niño junto en mi vida”. Las normas, además, cambiaban. El primer día de clase en Córdoba se sentó en un sitio y al día siguiente en otro, y le dijeron que no, que “aquí tienes tu sitio fijo y no te puedes sentar en otro”. Todo le parecía un mundo porque, desde el pueblo, la gente iba de excursión a Galerías Preciados. Parece que estamos hablando de los años cuarenta pero la realidad es que él conocía a niños en Villaharta que vivían en cortijos y cuando llovía se quedaban incomunicados, o no podían ir al colegio porque no podían cruzar el arroyo ya que los llevaba el abuelo en burro.
La Feria se convirtió en una de las fiestas más esperadas. Visitaban todas las de los pueblos de alrededor. Una vez en El Vacar contaron treinta y séis personas incluyéndose a ellos, que no eran de allí, a los camareros y a los músicos. En Villaharta, sin embargo, veraneaba muchísima gente de todas partes de España: Barcelona, Valencia, Madrid... A algunos los empaquetaban el uno de julio porque los metían en el tren con los abuelos y ¡hala! De hecho, uno de sus mejores amigos es valenciano.
Por eso, la Asociación que tenían contaba con más de cien miembros, a pesar de los seiscientos habitantes reales de Villaharta. La Asociación organizaba un viaje a la playa y era prácticamente la única vez que salían del pueblo en todo el verano. “Era un viaje muy curioso” porque, por ejemplo, llegaban unos cincuenta a Marbella y cada uno salía por un lado. Sin embargo, cuando llegaban las cinco de la mañana, “nadie sabe por qué”, por arte de magia estaba todo el mundo metido en el mismo local: “vamos a ver, qué hacemos todos en el mismo bar en el Puerto Banús”. En uno de los viajes dejaron a dos en el albergue y ni el hermano de uno ni el primo de otro se dieron cuenta, estaban llegando ya a Punta Umbría y ellos en Huelva.
Cuando no tenían una fiesta, tenían el Campeonato de Fútbol Sala, que lo inventaron ellos: sus amigos y él. Más tarde lo retomó el Ayuntamiento y ya lleva unas trece o catorce ediciones. Coexistían varios equipos en el pueblo así que en el Campeonato decidían quién era el más fuerte, “el año pasado necesitamos cafeteras para aguantar el nubarrón”.
También celebraban una romería muy curiosa: la Romería de la Fiesta de Resurrección, antes en domingo y ahora en sábado. Curiosa porque esta romería no tenía santo. Toda la familia se iba al campo a hacer perolete, pescar ranas y “a emborracharnos a escondidas con litros y litros de tinto con limón”.
En la candelaria pasaban semanas arrancando tomillos, “entonces había muchos”, y te enseñaban a hacer tu haz con una cuerda. Iban acumulándolos hasta el dos de febrero, que se hacían las hogueras, “a ver quién hacía la hoguera más grande”.
En los pueblos el sentido de la imaginación se desarrolla, “tú tienes que inventarte la diversión”. Tenían un amigos con un chalet que estaba a dos kilómetros. Iban andando, luego en bici, luego en moto y finalmente en coche. Sus padres trabajaban fuera y se iban allí todas las mañanas de verano a bañarse en la piscina y a hincharse de comer napolitanas. Ésa era toda la diversión. Si tenían suerte, alguien los recogía en coche y los subía al pueblo a las tres de la tarde. Si no, como buenamente podían, volvían con el calor del verano.
Aquello sí eran de verdad vacaciones, una vida completa: la vida gandumbi. Todo lo hacían juntos, hasta zamparse el famoso montadito de lomode la plaza del pueblo, que era el rey y un placer infinito para el olfato y paladar, con su salsa de ajo, en todas las fiestas. En la Feria había quien tomaba de madrugada churros, pero la mayoría “tiraba por el montadito”.
El grupo que se juntaba era muy bueno, pero cada vez es más complicado reunirlos a todos, y eso que algunas viajan desde las Islas y se reservan dos semanas al año de vida Gandumbi. Quién pudiera, quién no los entiende. Necesitan recuperar esa sensación de libertad, de coger la mochila, el bocadillo y “ya volveré”.
Pincha y aprende como llevar una vida Vida Gandumbi
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