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Érase una vez Palma del Río...

Alejandra Vanessa

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Érase una vez un niño muy espigado y espabilado que se llamaba César Morales. Nació en Palma del Río, un pueblo cordobés ubicado en el bajo Guadalquivir, donde las personas mayores eran conocidas por todo el mundo. Aunque a los niños y los adolescentes, no los reconocía cualquiera a golpe de vista, bastaba con que un adulto le preguntase: “¿niño o niña, tú de qué familia eres?” y solo por la voz o el parecido era capaz de ubicarlo: “ah, ya te he sacado”.

Palma del Río era un pueblo de casas abiertas. Podría decirse que la casa de César era una casa sin puerta en la famosa calle Sánchez, en la que vivían sus seis hermanos, su padre, su madre, una tía que no era su tía sino una de esas viuda de posguerra y que su padre acogió. Una casa donde mucha gente del pueblo iba a ver la tele. “Hijos míos, no tenemos ni un duro”, decía siempre el padre, pero eso sí, tuvieron una de las primeras teles.

Entre los paisanos no existía el término generosidad porque no era necesario. Por ejemplo, en su calle había casas familiares de clase media, casas de vecinos, de gitanos o de braceros que venían de campaña de agrícola y “en mi casa todos eran bienvenidos”. Su madre no permitía que alguien se marchase sin al menos una rebanada de pan con aceite y azúcar o pan con chocolate, “cuando teníamos chocolate para todos”. La generosidad era lo normal, una generosidad menos sofisticada que la actual pero más real, tenían menos pero repartían más entre los necesitados. A los pobres de solemnidad, pobres andrajosos que acudían con ropas hechas jirones y olores que “conservo en mi retina”, se les daba comida, porque dinero poco se tenía: “mamá, mamá, que hay un pobre”, avisaba César a su madre con un poco de miedo, “no porque me fuesen a hacer nada”, confiesa ahora recordándolos con perspectiva histórica.

César recuerda la vida en el pueblo allá por los sesenta como un mundo idílico, a pesar de las limitaciones políticas, de la falta de recursos culturales y de las estrecheces económicas. Huele aún el azahar, “puede parecer un tópico pero es una realidad absoluta”, y saborear las naranjas con sus padres a la Huerta del Pimentá, al lado del Genil. En invierno, los días que no tenían clase por la tarde iban a montarse en los naranjos y a “jartarnos de naranjas”, que le siguen encantado. Al otro lado del margen del río iban a hacer peroles cordobeses que es lo que allí llamaban “jiras”. Y a la sierra, con su bosque mediterráneo repleto de encinas, a comer bellotas. Y cómo olvidar el olor a limpio de la ropa de los domingos para ir a misa de doce a la Parroquia. Era una época un poco gris pero su madre, que era una mujer muy adelantada a su tiempo, los vestía con modelos que ella misma cosía a partir de los que le indicaba José Víctor Rodríguez Caro, Victorio de los modistos Victorio y Lucchino, del que sus hermanos mayores eran muy amigos.

Ahora nos duchamos todos los días pero en aquella época ni siquiera había agua corriente, se abastecían de los aguadores que pasaban por las calles cargados con carros y cántaros, de modo que el olor a limpieza pura no era tan de diario. ¿Y las pipas en el cine de verano? ¿Y la primera cerveza Cruzcampo “de esas pequeñitas, un quinto”? El color del carnaval donde todo el mundo se vestía con mucha más imaginación, estirando los limitadísimos recursos. El olor a cera e incienso de la Semana Santa. La gente vivía para trabajar, solo descansaban el domingo, o ni siquiera eso, así que las fiestas las vivían intensamente.

A los dieciocho años decidió continuar sus estudios en Córdoba y después en Sevilla para convertirse en un gran Filólogo Inglés, ya que “la vida en un pueblo es un microcosmos donde un adolescente que tenga inquietudes se ve un poco... no en una jaula, pero sí como en un zoo”, y eso le ocurría a él, el pueblo se le quedaba corto. No tenían acceso como ahora se tiene a la cultura, entre otros factores porque España sufría un sistema dictatorial. Él tuvo la suerte de ser el quinto de cinco hermanos que estudiaban en Madrid o en Sevilla, y uno de ellos vivía en Londres. No obstante, tenía amistades en Palma del Río con muchas inquietudes, lo que los unía para charlar y crear mundos de ficción, revoluciones cotidianas.

Cuando llegó a Córdoba, echó de menos el ambiente familiar, sentirse acogido y reconocido siempre en una pequeña sociedad donde su familia era bastante conocida, “aquí no conocías a nadie”. Sin embargo, después de visitar ciento y no sé cuántas más ciudades de todo el mundo, ha descubierto que, cuando viajas, tú te trasladas en coordenadas espaciales pero también en coordenadas temporales, cronológicas. Por ejemplo, cuando desde la España de los años setenta tú viajabas a Reino Unido, realizabas un viaje hacia el futuro. Te encontrabas con una serie de elementos que en España no existían: un videoclub, los primeros móviles, variedad en las cadenas de televisión, “aquí solo había una o dos”.

Sin embargo, cuando viajas a un país que está menos desarrollado económicamente que el tuyo, haces un viaje a la infancia, a la adolescencia. En la India, en ciertos pueblos, ha vivido lo mismo que en Palma del Río allá por los sesenta, cuando al pueblo llegaban algunas familias de emigrantes o extranjeros. Ahora, cuando va a esos pequeñas aldeas “causamos la misma expectación que a nosotros nos causaban las francesas y somos tratados con ese mismo cariño”, con esa misma solidaridad real, con mayúsculas, mayúsculas, SOLIDARIDAD, con que “nosotros hemos tratado a esos extranjeros que venían a nuestro pueblo”. Cada vez que viaja a Etiopía, también, a pesar de la diferencia en los rasgos, en el color de la piel, en la lengua con la que nos comunicamos, regresa a su adolescencia, vuelve a sentir el clima de un pueblo en la España de los años sesenta y setenta,. Situaciones en paralelo: nosotros en dos mil trece y ellos en mil novecientos veinte o treinta.

Fue una época tan dura como hermosa, ricos en humanidad y pobres en recursos económicos. “¿En qué puesto del ranking estamos de países desarrollados?”, se pregunta César y apunta: “pero, ¿desde qué punto de vista: el económico o el humano?”. Y nos quedamos los dos pensativos, asintiendo tontamente con la cabeza sin saber qué decir, conociendo la respuesta verdadera.

Pincha y escucha la travesura que salió bien cara a la familia de César: Incendio en la cámara

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