Confesiones de una urbanita desarraigada y mentirosa
Podría enumerar mil y una razones para odiar los lunes y la lista siempre estaría encabezada por los ceniceros de latón. Ni los madrugones ni la perspectiva de una semana por delante ni la resaca futbolera, nada, puede competir con la sensación de orfandad que me producían los lunes en el colegio cuando mis compañeras regresaban dispuestas a narrarme con todo lujo de detalle lo mucho que se habían divertido paseando por sus pueblos.
Solían recrearse en las anécdotas que, conforme fuimos creciendo, pasaron de estar llenas de juegos en la calle a besos robados y novios que les prometían fidelidad eterna hasta que llegaran las fiestas patronales. Yo envidiaba su libertad sin límites.
Los peores lunes eran los de septiembre. La narración sobre sus vacaciones -piscina municipal y baños en el río cercano, incluidos- nos llevaba hasta diciembre. A menudo traían recuerdos comprados por sus novios de pueblo y los lucían en clase para envidia de todas.
Harta de no poder competir en el torneo de vivencias de pueblo decidí inventar las mías. Convertí el lugar donde pasábamos los veranos en el escenario de mis aventuras, que narré en septiembre exagerándolas lo suficiente como para callar al resto. Al fin y al cabo mi pueblo tenía playa y los primeros besos si son junto al mar puntúan triple.
Como nunca he tenido grandes problemas para echar a volar la imaginación inventé al protagonista masculino de mi película. Para darle credibilidad lo bauticé con un mote que sonara autóctono. En un pueblo no eres nadie si no tienes sobrenombre. Al mío lo llamé “Rubio” y así bien teñido lo describí como un malote romántico enamorado de una interesante urbanita como yo.
Desde septiembre hasta las vacaciones de Semana Santa fui engordando la mentira con supuestas cartas y llamadas a escondidas. Sólo necesitaba una prenda de amor para completar mi historia, así que durante las vacaciones de primavera compré a un vendedor ambulante del centro de la ciudad un cenicero de latón y le pedí que grabara el nombre del Rubio y la fecha. Por cinco duros pude enseñar el trofeo en clase y entrar en el privilegiado círculo de niñas con pueblo y novio de pueblo, que valían más que los de ciudad.
Puse aquel cenicero en mi mesilla y creo que llegué a creer que era real, pero los lunes iban pasando y mi regalo perdía brillo al mismo ritmo que mis historias, recordándome que yo no tenía pueblo.
Esa sensación de desarraigo me acompañó algunos años, luego sencillamente desapareció. Quizás porque los novios se hicieron reales o quizás porque fui ganando libertad y encontrando certezas sobre las ventajas del anonimato de la ciudad.
Hace dos meses que la añoranza de tener un pueblo ha vuelto. El regreso tiene una explicación sencilla. En las últimas semanas he estado visitando el que fuera desde principios del siglo XIX el pueblo de mis antepasados. Me he empeñado en desenmarañar esa parte de mis raíces y he entendido que alguien las arrancó de cuajo en el verano de 1936. En casa nunca se habló de ello. Hasta hace dos meses no había puesto un pie en el pueblo en el que nació mi abuela materna y que mi bisabuela decidió abandonar junto a sus 9 hijos el 8 de mayo de 1937 a las 11:40 horas después de pasar por el Ayuntamiento a inscribir la defunción de su marido.
Por decreto matriarcal quedó expresamente prohibido volver al pueblo y hablar de lo vivido allí. Por esa razón nunca supe que tenía un pueblo. Ochenta años después he decidido saltarme la ley de la bisabuela Concha y he regresado a El Coronil. Ya no busco al Rubio ni necesito ceniceros de latón, ahora sólo quiero pasear sola por las calles que pisó una parte de mi familia y encontrar sus huellas borradas por el silencio.
Cuando las encuentre quizás reúna a las viejas amigas del colegio para confesarles mis mentiras ¿O es lo que acabo de hacer?
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