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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Atlanterráneos

La fidelidad al chiringuito resulta imprescindible en el veraneo de Fuengirola

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El jueves tuve una propuesta de matrimonio. Bueno más que propuesta fue una amenaza. Me la hizo Pepe, uno de los camareros del chiringuito al que puntualmente acude en Fuengirola cada mediodía María José. Este jueves, también.

Hay que llegar con tiempo para ocupar la mesa de la esquina. Tiene las mejores vistas y la mayor sombra de la terraza. Sólo hay que esperar a que alguien venga a abrir el parasol. Este jueves, también.

Hoy le ha tocado a Pepe y al hacerlo casi me golpea la cabeza.

- Ten cuidado. Mira que si te doy y te dejo tonta me tengo que casar contigo.

Le he explicado que el matrimonio no es una opción y me he agachado a tiempo.

La amenaza se agradece, en todo caso. No por la posibilidad de boda, sino porque mejor una broma impertinente que un camarero cabreado en la Costa del Sol. No nos engañemos; en esta parte del Mediterráneo ese tipo de camarero abunda, posiblemente en mayor cantidad cuanto más avanzado esté el verano. Y les escribo desde el 19 de agosto, con todo lo que eso significa. También en el Botavara debe haber alguno de esos, pero si existe, no ha pasado por la mesa de la esquina. Por allí sólo hemos recibido sonrisas, probablemente por ese empeño de María José de ser fiel a su mesa. Este jueves, también.

No se puede veranear corneando al chiringuito de siempre porque el precio es demasiado alto.  Tampoco se puede ser infiel al hamaquero. Esto lo aprendí de otra mujer. Lucía, la persona que más he visto disfrutar la simplicidad del veraneo en Fuengirola y que me enseño a amarla: sardinas al espeto, cerveza bien fría, la familia y todos los baños que quepan hasta bien entrado septiembre.

En el chiringuito resulta clave ganarse el favor del espetero. En el Botavara, nuestro crush se llama Mamadou. Se ocupa de las sardinas y doy fe de que lo hace magistralmente. Lleva años ejerciendo un oficio para el que la población senegalesa que trabaja en Fuengirola ha demostrado un talento especial. Tampoco es excepcional que personas nacidas en un país que vive de la pesca y el turismo acaben trabajando en la pesca o en el turismo, aunque a veces lo obvio extrañe.

Oficialmente, en Fuengirola viven 253 senegaleses, pero son más los que cotizan en la ciudad. La cuenta sale fácil hablando con Abdulá, un vendedor del sur de Senegal que ya lleva nueve años empadronado en Mijas, donde oficialmente viven otros 442 conciudadanos. No hay que buscar razones antropológicas para la preferencia de una ciudad sobre otra. Mijas está en el interior y seguramente el precio de los alquileres sea considerablemente más bajo.

El marido de Fátima, que también vive en Mijas, anda estos días tratando de obtener su certificado C1 de Francés para ejercer su oficio, el de profesor. No es fácil resolver trámites en pleno agosto, pero en esa tarea le echa una mano María José, que, además de llegar a tiempo a la mesa de la esquina, tiene un talento poco común: ayuda a la gente. Es posible que algún perverso calificara su generosidad como buenismo, pero la verdad es así de sencilla. María José ha conseguido encauzar la vida de no pocas personas migrantes. Si me lee, me reñirá porque quise que me dejara contarlo y me pidió que no lo hiciera. No quiere protagonismos. Por eso no voy a entrar en detalles y cambiaré de tercio.

Senegal es la excusa que me ha hecho pensar en la curiosa biodiversidad que puebla las calles de Fuengirola en los meses de verano. Allí conviven malagueños con hordas de veraneantes cordobeses y una comunidad internacional bastante diversa, en la que los finlandeses se llevan la palma (más de 11.000 según el último padrón publicado). La mezcla convierte el Paseo Marítimo en una Babel con todos los pantones de piel posibles. Y, aunque circular por él sin reducir la distancia de seguridad a un par de milímetros, pueda convertirse en una ardua tarea, resulta curioso cómo este trozo del Mediterráneo ha logrado congregar a gentes tan atlánticas como los senegaleses, los finlandeses o yo misma. Sí, es lo que tiene llevar el sevillanismo en el ADN, que el Atlántico siempre quedó más cerca en mi infancia, o haber elegido Galicia como el lugar para ver crecer en verano a mis criaturas o estar empeñada en reconciliarme con Cádiz desde hace verano y medio.

Una se cree atlántica, pero se sabe antlaterránea.

 

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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