Crueldad intolerable
No hay muchas películas en la historia del cine como Las amistades peligrosas. En realidad son muy pocas las que, teniendo tantos rincones, tantos recovecos, quedan absolutamente redondas. Se la puede mirar deprisa, despacio, con el corazón o con la cabeza, pero esto no cambia el producto de Stephen Frears, que es perfecto, cine con mayúsculas. No basta con tener los mejores intérpretes y la mejor historia, hay que atrapar las bondades de ambos con la imagen precisa, la única. Ni siquiera basta todo ello, es necesario que su combinación tenga la textura de la pana y el tacto de la seda. Eso es una obra de arte. Eso es Las amistades peligrosas.Las amistades peligrosas
Choderlos de Laclos es el padre de la historia, genial para el siglo XVIII y genial para este principio de milenio. Un vistazo cínico y trágico al ejercicio de la seducción, una desenfrenada carrera hacia el fin de un principio: pulsar la tecla exacta del enamoramiento. El escritor sitúa su narración en su tiempo y espacio, el prerrevolucionario en Francia, y Stephen Frears lo conserva, lo adorna, lo sublima. Hay dos personajes, el vinconde de Valmont (John Malkovich) y la marquesa de Merteuil (Glenn Close), y algunas personas, Madame de Tourvel (que preciosidad Michelle Pfeiffer) y Céline de Volanges (Uma Thurman). Los personajes llegan a un acuerdo para seducir, manejar, humillar y satisfacer su histriónica personalidad. Valmont se compromete a envolver con su cínico encanto a esas dos personas, la una prototipo de ingenuidad y la otra de virtud. Las dos tareas a un tiempo, porque “nadie aplaude a un tenor porque se aclare la garganta”. Ése es el pilar narrativo, y encima de él Frears ha construido la que quizá es su más grande obra con los materiales que ha extraído de una profunda y valiosa mina: John Malkovich y Glenn Close.
Comienza la película y, en dos pinceladas musicales, rítmicas, Frears muestra cómo son por fuera sus personajes (cómo se visten, cómo recubren sus encantos y miserias con pieles y hojas, un revestimiento cebollil, la esencia y la sustancia del disimulo). Sin saltos, como consecuencia lógica, el director descubre al instante cómo son por dentro, su pasión por el engaño, por el dardo y el veneno, por el sometimiento y la caza, únicos motores de su existencia. A esas alturas, comienzo del filme, ya se ha visto y escuchado tanto que sólo la seguridad de que aún queda mucho por ver y oír sustraen al espectador de ese vértigo especial ante el mal puro, el sutilmente derramado.
Y ahí comienza el recital. Valmont, un tigre de bengala, en el juego siniestro de atrapar a un par de gacelillas. Malkovich, un guiño; Malkovich, un caer de ojos; Malkovich, una frase; Malkovich,una postura; Malkovich, sale de escena; Malkovich, entra en campo; Malkovich, dice; Malkovich, piensa. Imposible hacer justicia a la cantidad de jaez que este actor pone a su personaje; e imposible hacer justicia a esa perfecta planificación de Frears para atrapar en imagen todo el trabajo de Malkovich, que no se escape ni un detalle, que siempre el detalle se incruste en el ojo y la mente del espectador, proporcionándole ese raro placer de comprender punto por punto lo que ocurre en la historia y lo que ocurre detrás de la historia.
La perfección de este actor monumental contagia a Glenn Close, esa malvada, retorcida y siniestramente encantadora marquesa, que araña entre ronroneos gatunos, que oprime entre contoneos sibilinos, que muerde y sonríe a un tiempo. Hay escenas, momentos, en que el rostro de Glenn Close es el paisaje exacto de lo canalla, con su punto de indudable atractivo y hermosura. Y la perfección de ambos se contagia a los demás intérpretes, del primero al último, y con especial énfasis a Michelle Pfeiffer, única blancura en esta policromada historia. Hay algo en lo perfecto que abruma, que incita al rechazo, a darle la espalda. Pero que nadie cometa el error de rechazar Las amistades peligrosas, de dar la espalda a sus personajes... Podrían clavarle en ella un fino estilete bañado con unas gotas de medido cinismo en la punta.
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