Xavier Guillén: “La periferia ansía formar parte de la riqueza mientras el centro envidia nuestra calidad de vida”
A Xavier Guillén (El Masnou, 1981) le gusta la idea de que las fotos de la entrevista sean en una Feria del Libro fantasmagórica. Son las 9:30 del 23 de octubre, víspera de San Rafael, y aún no han abierto las casetas dispuestas en el bulevar del Gran Capitán. Con una excepción: la central, donde se celebran los encuentros literarios. Allí prepara el suyo el ilustrador Pere Ginard, que se muestra encantado de que pasemos a charlar y a tirar algunos recursos al entrevistado.
El entrevistado estuvo allí mismo el pasado martes presentando Arte de hablar (Ediciones del Viento), su tercera publicación y su primera novela (en el sentido más novelesco de la palabra). Con su primer libro (Mar negro, 2016), este licenciado en Filología Hispánica por Granada ganó el Premio de Poesía Andalucía Joven. El segundo, Amo de casa (Pre-Textos, 2021), usó la prosa poética como tránsito a la narrativa. Un trasvase que ha cristalizado, cuatro años después, en un libro que vive entre el humor y la compasión hacia unos personajes que están perdidos en un lago lleno de anzuelos que no conducen hacia nada. “Es el mercado, amigo”, que dijo un insigne arquitecto de nuestra miseria.
Guillén se confiesa más cordocatalán que catalocordobés, aunque en su muralla almohade de residente foráneo haya cada vez más grietas. La poesía, cuenta, fue lo que le trajo a esta ciudad, cuando solo era un universitario de piso compartido en Granada. Hoy, con un hijo criado en las calles empedradas de esta ciudad de provincias, afirma que su última novela solo podía estar ambientada en esa misma urbe periférica que sueña con ser metrópolis a ritmo de reguetón y marchas procesionales.
Para mi generación poética, el faro estaba en Córdoba
PREGUNTA (P). Bueno, Xavier Guillén, entonces me dices que te vas para Madrid a presentar el libro con Carlos Pardo.
RESPUESTA (R). Sí, este sábado.
P. Y vienes de estar el martes con Azahara Palomeque y con Juan Antonio Bernier. Muy buena compañía, ¿no?
R. Sí, la verdad es que he tenido suerte de que se hayan prestado. Porque realmente es un poco faena que te pidan presentar un libro, ¿no? Te lo tienes que leer, prepararte un poquito la presentación y tal… Y tanto Carlos como Azahara como Curro, que habían leído el libro, dijeron que sí, que era un placer, que les había gustado y que lo querían hacer.
P. Tú te habrás presentado algún libro, seguro.
R. Sí, bueno, ayer sin ir más lejos, en la Feria del Libro.
P. ¿Y cómo cambia cuando estás al otro lado?
R. Pues la verdad es que es muchísimo más fácil hacer preguntas que responderlas. Eso lo sabes bien tú también. Al final, tú tienes unas preguntas preparadas y depende mucho de cómo veas a la otra persona. Si la cosa fluye y está cómoda, tú la dejas. Ayer, por ejemplo, llevaba trece preguntas y gasté las trece. Y creo que el otro día Azahara llevaba ocho y gastó dos o tres. Como nos conocíamos, somos amigos, se notaba: la cosa fluía. Más que una entrevista, era una conversación; más conversación que entrevista.
P. Claro. Bernier, el otro día, en nuestra newsletter, te definió como catalocordobés o catalanocordobés, pero, claro, leyendo Arte de hablar, yo me inclino más a pensar que eres cordocatalán. No sé cómo te sientes tú ya a estas alturas.
R. Mira, el otro día estuve en Barcelona por trabajo, viendo a mi familia y tal. Y cuando volví en el AVE, al ver el letrero de Córdoba, de la autovía, dije: “Casa, tío”. Y eso ya me empieza a pasar. O sea, cuando vengo a Córdoba, vengo a casa. Ya llevo doce años aquí, aparte de todas las veces que venía a Córdoba cuando estudiaba la carrera en Granada. Yo estudié Filología en Granada, y Córdoba-Granada, tú sabes, hay una conexión muy… había, no sé si aún la hay, pero había una conexión muy fuerte. Nosotros veníamos cada dos por tres. Y es que ya son doce años aquí.
P. A mí siempre me gusta hablar con gente que ha escogido vivir en Córdoba, porque, a diferencia de los que hemos nacido aquí, tienen una visión mucho más fresca de la propia ciudad. Cuéntame cómo has visto su evolución.
R. Bueno, mira, yo soy un enamorado de Córdoba, porque, claro, vengo de la poesía. Entonces, cuando conocí Córdoba fue en Cosmopoética. Venía desde Granada, como te he dicho, y estaba aquí una semana. El festival es maravilloso, una pasada. Pero bueno, sabemos que hace unos años tenía otros recursos, y era una experiencia absolutamente increíble. Yo tenía a Córdoba siempre en el punto de mira. Aunque he sido un enamorado de la ciudad desde que llegué, llevo unos pocos años en los que ya me están dando ganas de irme, la verdad.
P. No me digas.
R. Sí, porque estoy viendo algunos cambios en la ciudad que no me están convenciendo.
P. Puedes extenderte, si quieres.
R. ¿Sí, me puedo extender?
El progreso tecnológico va en contra de la calidad de vida de las personas
P. Por favor.
R. Pues mira, Córdoba se ha convertido en una ciudad de reguetón y procesiones. Y no lo termino de entender, cuando Córdoba es muchísimo más potente a nivel artístico, tanto en artes plásticas como en literatura y, sobre todo, en música. En música hay una movida espectacular, y no le están dando ningún pábulo, ¿sabes? De repente encuentras estos macrofestivales que se están haciendo ahora y procesiones cada tres por cuatro. Que yo no lo critico, o sea, creo que todo debe tener su espacio, pero no se puede sesgar tanto la intervención política en cultura por intereses partidistas. Lo veo así.
P. Probablemente eso sea parte de una reacción sociológica, o por lo menos así lo entiendo yo. De hecho, es curioso: en la Córdoba de ahora, a diferencia de la de hace quince o veinte años, ser moderno no mola.
R. Totalmente, totalmente.
P. Pero creo que eso vale también para España.
R. Eso es a nivel nacional, sí.
P. O internacional, si me apuras.
R. Sí. Hay una corriente en la juventud muy reaccionaria. No te sé dar una respuesta. Tengo alguna hipótesis, pero no te sabría decir cuál es. En mi época, cuando yo era joven —tú y yo más o menos tenemos la misma edad—, lo que molaba era ser alternativo, ir en contra del establishment, luchar por los derechos, ¿sabes? Ahora parece que no. Ahora se ha colado en la juventud el discurso de que lo que mola es defender tu territorio, ir contra otras personas completamente inocentes. Y eso quita el foco de un montón de problemas que estamos teniendo y en los que nadie pone pie en pared. Y son los jóvenes los que deberían hacerlo, pero no lo hacen. A mí eso… pues no lo entiendo. He pensado sobre eso, pero no lo entiendo.
P. Yo sí que creo que puede ser una moda. Tengo una hija, como sabes, y pienso mucho en el futuro. Miro veinte años atrás y veo que esto son vueltas que da la sociedad, y entiendo que no va a ser para siempre. Nada se queda para siempre. Igual que lo alternativo no se quedó para siempre, ¿no? Es mi parecer, no sé si lo compartes.
R. Sí, es posible. Pero nosotros venimos de una continuidad donde ser joven y ser contestatario era normal. Ser joven y ser condescendiente con la situación política no ha sido nunca una realidad. Dentro de ser joven siempre estaba el hecho de resistir contra la agresión del poderoso, y ahora parece que esperan que el poderoso se haga todavía más poderoso. El otro día… Yo no conocía al chico este, porque intento estar un poco alejado de algunas cosas, ¿no? Pero el Vito… este, ¿cómo se llama?
P. Vito Quiles, sí.
R. Esto es tremendo. Y que cientos de jóvenes le sigan y le apoyen, a un tío que lo único que quiere hacer es daño… Yo eso no lo había visto nunca. Y creo que es un síntoma de cómo el discurso político de izquierdas se ha desvinculado de la juventud.
P. Aquí también meto yo baza: de la juventud masculina.
R. De la juventud masculina, cierto. Cierto, cierto. Es verdad.
P. Olvidamos muchas veces, cuando hablamos de la juventud, que ellas no están escoradas tan a la derecha.
R. Yo lo estaba haciendo ahora mismo, tienes razón.
Córdoba se ha convertido en una ciudad de reguetón y procesiones
P. Ellas votan más que ellos, ellas salen más a la calle a protestar que ellos, y es que a lo mejor lo contestatario de lo que hablabas simplemente ha cambiado de manos: ahora eso lo llevan ellas.
R. Ojalá sea así. Creo que es una lectura que yo no había hecho. Tengo un hijo, y claro, no tengo esa sensibilidad, ¿no? Pero sí que es cierto que las mujeres, desde hace años, han tomado las riendas de la resistencia política. Es verdad.
P. ¿Cómo se filtra Córdoba en la manera en la que escribe un catalán?
R. En todo. Mira, yo vengo de una generación poética cuyo faro estaba en Córdoba. Aquí estaban Carlos Pardo, Abraham Gragera, Rafael Espejo, Juan Antonio Bernier, Juan Carlos Reche… No me quiero dejar a nadie, ¿no? Yo vengo de esa generación. Son los poetas con los que aprendí a escribir. Son un poco mayores que yo, y soy un seguidor de su obra: los he estudiado, los he leído. Eso, hablando desde el punto de vista puramente literario. Porque, desde el punto de vista de crear ambientes, yo no puedo crearlos de sitios donde no he vivido. No tanto en Mar negro, porque lo escribí en Georgia, en el Cáucaso, pero en Amo de casa y, por supuesto, en esta novela, los espacios son Córdoba. Son Córdoba, son eso (señala el parque infantil junto al Bar Playa). O sea, yo venía con mi hijo a ese parque cuando tenía tres años.
P. Claro, pero es una decisión estética. Porque, cuando leía la novela —es verdad que la leí hace ya como un mes—, sí tenía la sensación de que, hostia, mola mucho que sea Córdoba, porque yo soy cordobés. Pero esta historia de entrepreneurs tecnológicos me cuesta imaginármela en Córdoba, aunque sea un McGuffin, por usar el símil cinematográfico.
R. Pero es que eso es una cosa que a mí me hacía mucha gracia. Cuando tengo a dos tíos que quieren montar una empresa tecnológica y lo que hacen es ir subiendo por la calle de la Feria hacia Capitulares y se van contando eso, a mí me hace muchísima gracia. Ese contraste de la periferia intentando subirse al carro del progreso tecnológico es muy tierno. Y sin ir más lejos, es curioso, porque precisamente ayer salió una noticia de un grupo tecnológico supergrande que ha venido prometiendo cuatrocientos empleos. ¿Sabes de lo que te hablo?
P. No, no me he enterado.
R. Pues fue ayer. No quiero decir nombres ni nada, pero fue ayer. La declaración era: “Hemos venido a hacer del mundo un lugar mejor desde Córdoba”. Y lo que han hecho ha sido ofrecerles las instalaciones del Imdeec. Y ellos: “Prometemos que vamos a generar —no sé si eran cuatrocientos o cien— puestos de trabajo”. Pero es una promesa: no hay ningún puesto de trabajo y no hay nada. No sé si recuerdas que Córdoba tuvo un proyecto de parque tecnológico. Lo que pasa es que, al final, hicieron la Base Logística. Pero había uno. Porque, claro, Málaga lo tiene, Barcelona lo tiene, Madrid, por supuesto, lo tiene, Sevilla lo tiene… Es como que todas las ciudades deben tener ese tipo de progreso, ¿no?
P. Me ha gustado mucho eso de que hablas de cómo la periferia quiere ser el centro, mientras que desde el centro están deseando huir a la periferia. Vivimos en esa paradoja, ¿no?
R. Claro, porque la periferia ansía formar parte de la riqueza y el progreso, y el centro envidia nuestra calidad de vida. Y no nos vamos a encontrar nunca, porque las dos cosas no son posibles. El progreso tecnológico va en contra de la calidad de vida de las personas. Solo hay que haber vivido en ciudades grandes para saberlo.
P. ¿Es tu caso? ¿Tú has vivido en ciudades grandes?
R. Sí, claro. He vivido en Barcelona, que es una ciudad grande, pero también en Liverpool, también he estado en París… Una ciudad grande es muy poco amable. Es un poco raro decirlo, pero en Córdoba se vive muy bien. ¿Y por qué tenemos que cargárnoslo? No quiero hacerme autorreferencia a la novela, porque eso queda muy feo, ¿no? Pero hay un momento en que Julia, la protagonista, que tiene ese papel de filósofa, le dice a Max: “En Córdoba se vive muy bien”. Y él responde: “¿Y qué problema hay en que se viva demasiado bien?”. Y ella dice: “Tranquilo, tú no lo entiendes”, ¿no? Porque ella tiene ese rollo de querer salir de Córdoba para crecer y desarrollarse, cuando en realidad te puedes desarrollar desde la periferia, ¿sabes?
P. ¿Por qué dar el salto a la novela ahora?
R. Mira, te cuento. Cuando tenía dieciocho años quería ser novelista. Mis referentes eran Kafka, Borges, Cortázar… ese era mi rollo. Y, de hecho, tengo textos de aquella época, muy juveniles y tal. Me fui a Granada; Granada y Córdoba son los dos centros poéticos fuertes de España, o al menos del sur. Allí me picó el bicho de la poesía: empecé a leer, a escribir, a meterme en el mundo poético. Mi primer libro es hermético, muy lírico, muy deconstructivo, difícil y tal. Esa no era mi voz, creo. Luego conseguí hacer poemas más discursivos o narrativos en Amo de casa. Y, de hecho, le mandé el libro a Masoliver Ródenas, crítico de La Vanguardia de Barcelona, amigo, para que lo leyera, y me dijo: “El libro me encanta, pero es un buen libro de cuentos”. Y quizá es porque ya estaba haciendo el paso, a nivel estético, hacia la narración. Ya quería volver. Realmente, lo que quería decir a nivel político es muy complicado: tienes que ser muy, muy, muy bueno para hacerlo en poesía y que no suene a manifiesto, a panfleto.
P. Sin embargo, lo que te ha salido es una novela en la que el humor es un arma de destrucción invasiva, vamos a decir.
R. Es que, mira, yo creo que el humor es una forma de lucidez. El humor alumbra las cosas, es una forma de entender el mundo, y nos estamos volviendo muy serios. Demasiado serios. La gente no entiende que reírse a veces es la única salida que tenemos. Y la literatura, tanto la española como la británica —que son dos literaturas que me interesan mucho—, tienen esa vertiente humorística. Hoy sería muy difícil publicar un libro como El Lazarillo, con esa crítica, esa lucidez, ese humor, esas figuras sociales completamente caricaturizadas. Sería casi imposible, porque nos estamos volviendo muy beatos, en realidad.
Las mujeres han tomado las riendas de la resistencia política
P. En el libro yo filtro a Mendoza, sobre todo. No sé si por ser paisano tuyo, pero también has hablado de la literatura anglosajona, y alguna carcajada me he pegado, acordándome también del absurdo de John Kennedy Toole. He visto esa mirada a veces aniñada o falsamente inocente sobre el mundo.
R. Claro, esos referentes están ahí. Esa forma de mirar el mundo desde una inocencia que, en realidad, lo que hace es revelar su complejidad, es uno de los puntos fuertes del libro. Mendoza, por supuesto, es un gran escritor, y La ciudad de los prodigios está, de alguna manera, en la novela. También está Baroja, con La feria de los discretos, una novela sobre Córdoba y los cordobeses. Y, por supuesto, Cervantes es ineludible en nuestra literatura. También hay algo de picaresca, y mucha mezcla de géneros, la verdad.
P. Has hablado de Amo de casa como una especie de puente entre aquella primera obra y esta, en la que has encontrado tu voz. Allí ya estaba muy presente la idea de cómo nuestras profesiones se han convertido en una especie de DNI social, como si definieran quiénes somos.
R. Sí, en Amo de casa ya reflexionaba sobre eso. Pero porque hubo un momento en que estaba escribiéndolo mientras ya tenía esta nueva novela en la cabeza. Durante la fase de corrección del primero, ya me estaba documentando para el segundo. Es un tema muy actual. A ver, Hannah Arendt distinguía entre labor, trabajo y acción: el trabajo es lo que hacemos para vivir; la labor, lo que nos define; y la acción, lo que hacemos para la comunidad. Pero hoy hemos reducido todo eso únicamente al trabajo. Solo nos relacionamos de forma profesional. Decimos cosas como: “Esto es por trabajo, no te lo tomes como algo personal”. ¿Y qué significa eso? ¿Qué argumentos éticos hay detrás de esa afirmación? Hemos comprado el discurso de la productividad y la eficiencia por encima de cualquier valor moral. Nos definimos por lo que hacemos, cómo lo hacemos y qué producimos.
P. Eso nos lleva a toda esa corriente de gurús, tech bros, incels, tipos con Lambos alquilados que campan a sus anchas y, sorprendentemente, seducen a quienes menos tienen.
R. Ese es uno de los temas de la novela y también del proyecto en el que estoy trabajando ahora. ¿Puedo extenderme un poco aquí?
P. Por favor.
R. Mira, cuando hablo de grandes corporaciones tecnológicas no me refiero a la gente que se gana la vida con la tecnología, sino a las grandes: Amazon, Meta, Google, Oracle... Lo que sucede con ellas es inédito en la historia. Dentro de 50 o 100 años, cuando se estudie esta época como hoy se estudia el liberalismo de Thatcher, se entenderá que el verdadero cambio político de nuestro tiempo no es la inteligencia artificial ni internet. El verdadero cambio es que, por primera vez, las empresas tienen más poder político que los gobiernos. Los gobiernos están a expensas de cómo las multinacionales configuran el mundo a su antojo. Y lo hacen de dos maneras. Primero, envolviendo su trabajo en un halo de misterio y magia. Tú a un mago no le puedes cobrar impuestos: lo que hace no lo entiende nadie. Todo el vocabulario tecnológico es sospechosamente mágico: business angels, visionaries, gurús, etc. Pero lo que realmente hacen es manipular los sistemas de recaudación de impuestos a nivel global. Las mentes más brillantes del planeta no están en los laboratorios, sino en las consultoras que diseñan ingeniería fiscal.
Por ejemplo: en los años 80, el impuesto de sociedades era del 50 % a nivel global; hoy ronda el 23 %. En cuarenta años ha descendido 27 puntos. Las empresas hacen todo lo posible por no pagarlo. Pagan IVA, pagan nóminas, pero su beneficio lo consideran intocable. ¿Qué ocurre? Que deliberadamente olvidan que ese beneficio se genera gracias a infraestructuras públicas que pagamos entre todos. Cuando se estropea una fibra óptica, la pagamos nosotros, pero ellos no lo entienden así. Montan sociedades pantalla y desvían beneficios a paraísos fiscales. Y en Europa tenemos tres: Irlanda, Luxemburgo y Holanda. El mecanismo es perverso: llevan el beneficio a un país donde no tributan y luego invierten ese dinero en deuda pública, que es un beneficio seguro porque los Estados siempre pagan. Pero esos beneficios se financian con nuestros impuestos. Es decir, se niegan a pagar impuestos, pero sí buscan lucrarse con los nuestros. Y lo hacen con total impunidad.
¿Cómo es posible que una empresa como Amazon, cuyo beneficio en España dobla el presupuesto de sanidad, no pague impuestos aquí? Cuando una operación urgente tarda veinte meses o un colegio no tiene calefacción, la culpa no es de los inmigrantes: es de esta gente que no tributa donde genera riqueza.
P. Decías que no había precedentes, aunque yo creo que sí los hay: la Iglesia.
R. Exacto. Tienes razón. Es la otra gran empresa que unió poder y magia. Vendía bulas papales, igual que ahora las tecnológicas venden sus dogmas.
P. En el libro también aparecen los tech bros y los yoguis, esa doble cara de nuestro tiempo: por un lado, creemos que la tecnología salvará el mundo; por otro, buscamos desesperadamente una espiritualidad vacía, muchas veces servida precisamente desde las propias pantallas.
R. Que conste que yo no critico la espiritualidad, sino su mercantilización. Me parece lógico que una persona quiera crecer a nivel espiritual. Lo que pasa es que ha habido una apropiación del mercado de la espiritualidad, que es uno de los que más ha crecido en los últimos 40 o 50 años. En los 80 no era ni siquiera un negocio; ahora sí. Y, a mi juicio, el que unió tecnología y espiritualidad fue Steve Jobs. Yo recuerdo que, cuando murió, la gente llevaba flores a las tiendas de Apple como si fuera un mesías. Y yo pensaba: “¿Pero cómo es posible, si todos sabíamos que era un tipo cruel, explotador, que no reconoció a su hija?”. Pues aun así, la gente lo veneraba, porque había vendido esa conexión entre tecnología y espiritualidad. Lo vio claro. Dijo: “No lo entendéis, solo comprad y seréis mejores personas. Ya me encargo yo, con mis inventos, de hacer del mundo un lugar mejor”. El mensaje no puede ser más vacío. Porque todo el mundo que tiene un poquito de cabeza y sentido común entiende que la espiritualidad, si es auténtica, es un trabajo de toda una vida.
La humanidad transita de especie que se define por el pensamiento a una a la que le da pereza pensar
P. ¿Te sientes cómodo si te digo que Arte de hablar es una novela contra los libros de autoayuda?
R. No diría “contra”, pero sí en respuesta a ellos. Me parecería raro ir en contra de algo. Sí es cierto que, cuando empezó la llamada literatura de autoayuda —al principio, en los 80 o 90, con Paulo Coelho o Eckhart Tolle—, aquellos libros de crecimiento personal ya eran basura ideológica, pero al menos tenían cierta calidad literaria. Hoy es que ni eso: muchos libros de autoayuda están pésimamente escritos. Y lo digo porque me he leído bastantes y, aunque algunos se salvan, la mayoría son pobres en contenido y estilo. Y, sin embargo, se venden más que los ensayos, la poesía o incluso las novelas.
¿Por qué? Porque se promocionan más. Y prometen cosas que no van a cumplir: “Cómo ser feliz solo queriéndolo”, “Hazte rico en cinco minutos”, “Sé sano levantándote a las cinco y comiendo un kiwi”. ¿Qué venden? Hábitos vacíos y promesas. Pero, si te soy sincero, lo que más me molesta es que quieran convertir a Séneca en un influencer. Porque cogen frases sueltas y construyen mentiras sobre ellas. El estoicismo no tiene nada que ver con la literatura de crecimiento personal. Pervierten a nuestros referentes y manipulan al lector.
P. Eso nos lleva a la llamada “industria de la felicidad”, que ha conseguido que creamos que la felicidad es un derecho, cuando en realidad es un privilegio, sobre todo para quienes están mejor posicionados económicamente.
R. A ver, aquí en Córdoba tenemos a José Carlos Ruiz, que es un filósofo excelente, y ha escrito mucho sobre la autoayuda y la felicidad. Yo diría que es uno de los mejores filósofos que tenemos en España, y él explica que el sentimiento de felicidad desactiva la disidencia y nos vuelve conformistas. Si creemos que somos felices, asumimos que todo está bien, cuando no lo está. ¿Qué ocurre? Que medimos nuestro bienestar en base a una felicidad comprable o calculable, y eso nos empobrece políticamente.
P. Sobre todo porque detrás de esa “felicidad” que hay en España están las tasas más altas de consumo de alcohol, de drogas, de fármacos… Y eso que apenas hay estudios sobre el tiempo que pasamos frente a las pantallas. Igual no es que España sea uno de los países más felices del mundo; igual lo que hay es un exceso de dopamina.
R. Claro, porque no tenemos una relación reflexiva con la felicidad, sino una relación basada en lo que obtenemos, en la acción. Pensar no te hace más feliz. Pero si dejamos de pensar, dejamos de ser personas. La humanidad está haciendo una transición: de ser una especie que se definía por su pensamiento a una especie a la que le da pereza pensar.
P. Ese es muy buen titular, desde luego. Y estoy de acuerdo en que ese tránsito lo estamos viviendo, pero, ya que has mencionado a Thatcher, probablemente la raíz de este cambio esté en Thatcher y Reagan.
R. Por supuesto. Hay una frase famosísima de Reagan: “Estamos en una crisis, y el gobierno no es la solución; el gobierno es el problema”. Es que fue entonces cuando el neoliberalismo decidió cargarse los gobiernos. Es que, si lo piensas, en realidad los verdaderos anarquistas son ellos. Su intención es destruir el Estado para que nadie los controle, y así poder controlarnos ellos a nosotros.
P. Además, fue entonces cuando se coloca en el centro al individuo, cuando arranca la era del narcisismo.
R. Y eso tiene su lógica, porque la tecnología tiene algo muy paradójico: parece que crea comunidad, pero lo que crea es conectividad, que no es lo mismo. Ellos venden “comunidad”, pero cuanto más te conectas, más te aíslas. Lo que quieren es individuos, pero no en el sentido humanista o ilustrado del término, sino individuos aislados, que no se comunican realmente con los demás, con sus compañeros de vida.
P. Los protagonistas de la novela —que deben tener más o menos nuestra edad— representan eso. Son los últimos que vivieron sin pantallas, aquellos a quienes las pantallas les llegaron ya de adultos. Y quizá por ello, por no asumir los cambios tan vertiginosos, son niños de 40 años.
R. A ver, sí que quiero aclarar algo: no pretendo sonar apocalíptico ni demonizar la tecnología, porque hacerlo también refuerza esa aura mágica que las grandes tecnológicas quieren mantener. Los ordenadores están bien, las pantallas están bien. Pero sí recuerdo algo que me marcó: en el colegio teníamos una biblioteca espléndida, un lugar silencioso y lleno de libros. Bueno, cuando llegaron los ordenadores —y aquello lo pagó todo el Estado, por cierto—, quitaron la biblioteca, la metieron en un cuarto oscuro, en una parte inaccesible del colegio, y pusieron allí la sala de ordenadores. Ese es el problema que hemos tenido. Toda generación se siente en el centro de una crisis, pero a nosotros nos cambiaron el paso de forma muy fuerte.
Hay un librito de Agamben, ¿Qué es un dispositivo?, donde plantea algo muy interesante. Dice: “¿Qué podemos hacer ante esta manipulación tecnológica?”. Y responde: profanar. Y profanar, en su sentido original, significa quitar lo sagrado, quitar la magia. Profanar la máquina significa devolverle un uso humano, romper el encantamiento. Le hemos dado a las máquinas todos los usos posibles: nos despertamos con el móvil, escuchamos la radio en el móvil, nos orientamos con el móvil. Y lo que propone Agamben, y que me parece brillante, es recuperar algunos usos analógicos. Quitarle funciones al aparato, rescatar gestos de cuando éramos jóvenes. Tío, yo echo de menos levantarme un sábado a comprar el periódico. Lo echo de menos de verdad. Echo de menos encender un transistor. De hecho, tengo uno, con pilas, preparado. Y lo hago porque lo necesito, porque esa era nuestra vida.
Se ha colado en la juventud el discurso de que lo que mola es defender tu territorio
P. ¿Hablas de esto con tu hijo?
R. Mi hijo tiene once años. No, no lo hablo mucho con él, no creo que sirva hablarlo directamente. Pero intento darle ejemplo.
P. ¿Te preocupa que no pueda desconectarse nunca de las pantallas?
R. Sí, me preocupa. En el colegio los profesores hacen lo que pueden, pero todo se ha digitalizado muchísimo. Así como “globalización” fue la palabra mágica de los ochenta y noventa, ahora lo es “digitalización”.
P. Y tiene sentido: los niños aprenden a usar los dedos antes de hablar. Mi hija, con tres años, ya sabe deslizar una pantalla.
R. Sí, lo entiendo. Si la pregunta es si me da miedo: eso me da miedo. El otro día mi hijo me pidió un móvil. Tiene once años, y en su clase ya hay niños que lo tienen. Y me parece fatal, la verdad. Y aquí volvemos a lo mismo: el gobierno no controla nada. Cualquiera puede inventar una aplicación capaz de manipular información, de crear vídeos con inteligencia artificial más reales que la realidad misma, y no hay ningún tipo de control. Estas sillas en las que estamos sentados nosotros, han pasado decenas de filtros de calidad hasta que hemos puesto el culo encima. Pero, al mismo tiempo, hay quien sube una aplicación a internet y nadie revisa nada: ni certificaciones, ni regulaciones, ni estándares éticos. Es muy fuerte. Y ahí sí que creo que el Estado debe intervenir. No sé, no quiero ponerme muy… pero es que sí creo que el Estado debería empezar a nacionalizar según qué cosas para poder controlarlas.
P. En la novela también hay una lucha de clases. Los dos protagonistas vienen de entornos distintos: uno más privilegiado, otro que intenta sobrevivir. Y, sin embargo, los dos resultan humanos, imperfectos, incluso antipáticos, pero reconocibles.
R. Es cierto que mucha gente que ha leído la novela me dice que, aunque se ríen, sienten tristeza. Creo que eso tiene que ver con esa humanización de los personajes, con esa ternura que hay detrás. Al final, todos estamos aquí para ganarnos la vida. Ellos también. Máximo, sobre todo, tiene que ganarse la vida, aunque sus intenciones no sean del todo claras. El otro ya la tiene ganada, pero busca ganarse el éxito. Hay también quien me ha dicho que todos los personajes le caen mal, pero al mismo tiempo dan pena.
P. Salvo quizá una de las protagonistas femeninas, al final son ellas, las mujeres, las que equilibran la ambición de ellos. No me gusta hablar de moralejas ni de mensajes, porque no creo que haya sido esa tu intención, pero sí creo que uno acaba el libro con la sensación de “menos mal que están ellas”.
R. ¿Ah, sí? Pues Azahara Palomeque me dijo algo parecido. A ver, lo último que yo querría sería apropiarme de ningún discurso de género; de hecho, me resultan sospechosos los hombres que se declaran feministas de forma muy ostentosa. Ese discurso pertenece a las mujeres. Pero sí reconozco la influencia de los modelos femeninos en mi vida: mi madre, mi mujer y también muchas lecturas. En el libro hay una gran influencia de George Eliot, especialmente de Middlemarch, una novela maravillosa donde los personajes femeninos son muy fuertes. Y Eliot, cuyo nombre real era Mary Ann Evans, tuvo que firmar como hombre. Esa fuerza ideológica de sus personajes me marcó mucho. Como decías antes, las mujeres están adquiriendo un protagonismo en la izquierda que antes correspondía a los hombres. Pero, aun así, me da pudor hablar demasiado del tema.
P. Para terminar —no sé si es cosa mía— tuve la sensación de que Arte de hablar era casi un sueño de una noche de verano.
R. Bueno, lo cierto es que la centralidad de Cervantes en nuestra cultura es incalculable. O sea, no solo El Quijote, yo qué sé, Las novelas ejemplares, todo el mundo que construyó.
P. O Rinconete y Cortadillo.
R. Por supuesto, hay varios homenajes a Rinconete y Cortadillo ahí. Shakespeare es más un precursor del romanticismo. Pero te reconozco que es un autor que yo he leído durante la composición de la novela. Sobre todo esa parte muy teatral, al final. De hecho, hay un momento en el que un personaje dice: “Yo no soy el que soy”. Y esa es la frase más famosa de Otelo.
La tecnología vende que crea comunidad, pero lo que crea es conectividad
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