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'En mitad de tanto fuego': una historia de carne, amor y muerte

Rubén de Eguía.

Octavio Salazar

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“No estoy aquí para contar la guerra de Troya. / Esta es la historia de mi carne, / allí donde coincidieron la muerte y el amor”

La Guerra de Troya. Todas las guerras. El viernes por la tarde un grupo no muy numeroso de ciudadanos y ciudadanas, la mayoría de mediana y avanzada edad, gritaban contra las guerras y las armas en la plaza de Las Tendillas. A pocos metros de allí, Patroclo se sumaba al grito con palabras que hablaban de amor y de cuerpos, de rarezas y de exilios, de amantes que en cuevas se conocen y reconocen. De fantasmas. “Todas las historias de amor son historias de fantasmas”.

En mitad de tanto fuego, la primera obra de Alberto Conejero que al fin disfrutamos en Córdoba, convirtió el teatro Góngora en una suerte de refugio subterráneo, de búnker cívico, de escondite en el que unos cuantos tuvimos la fortuna de creer, una vez más, que solo las palabras y el amor pueden salvarnos. La voz de Patroclo, que como bien nos advirtió desde el principio, no vino a contarnos la guerra de Troya, sino más bien su amor con Aquiles frente a un mundo de escudos y lanzas, nos llevó a uno de esos lugares donde solo el teatro consigue hacerlo. Uno de esos espacios, más espiritual que físico, donde bastan el cuerpo y la palabra para reconciliarnos con la vulnerabilidad y la imaginación. Esas dos primas hermanas que nos acogen, nos miman y alimentan nuestra esperanza. Encarnado por un Rubén de Eguía que cuando silabea es como si nos lanzara suaves flechas de congoja, vemos en Patroclo el reflejo de tantos raros, torpes, cobardes, traidores a la gloria del padre. Me miro y me veo en él. Otro raro destinado a la nada. Desterrados por padres de ordeno y mando. En los márgenes. La Sociedad de los y de las de afuera como nos bautizó la autora de Orlando. Me reconozco en Patroclo porque yo nunca gané una medalla. Y porque yo también me enamoré de héroes, mitad humanos mitad dioses, y soñé con matrias gobernadas por amazonas. Porque yo también ando en mil batallas contra la humanidad hecha a imagen y semejanza de los hombres. Porque todo yo habito en un talón de fragilidad y dudas.

Una vez más, el teatro de Alberto Conejero nos lleva al lugar de los vencidos, de los invisibles, de los sin nombre, de los que apenas ocupan un pie de página en el libro de la historia. Y lo hace, también como es habitual en él, con una prosa que es poesía y en la que nacen, como si fueran ramas salvajes en el campo, casi versos que me recuerdan a Cernuda, a Safo, a Lorca.  Y a Homero, claro. La piedra oscura, el horror que vacía de palabras el corazón de los hombres, los gusanos que avanzan por el cuerpo de las epopeyas. Pocos dramaturgos como él consiguen que textos densos y atravesados por una poética que parece de otro tiempo sacudan al espectador con una fuerza que está siempre más cerca del abrazo que del puñetazo.

Con una escenografía minimalista, en la que las luces y los movimientos del actor, esos que sirven para marcar distancia entre el terreno de lo íntimo y el fulgor de la batalla, bastan para que imaginemos todo un mundo, En mitad de tanto fuego se convierte en una propuesta radical. Porque va a la raíz de lo humano, al útero del teatro y de la carne, a la desnudez necesaria del amor y de los verbos que se conjugan para sumar. El texto de Conejero y la dirección que apenas se nota de Xavier Albertí acabarían siendo pasto de las moscas y los cuervos si no fuera por la interpretación de Rubén de Eguía, el cual consigue milagrosamente un equilibrio entre la emoción extrema que suda su boca y la contención de un cuerpo que solo se mueve cuando quiere mostrarnos un salto, un precipicio, una sombra. Brazos que dejan de ser apéndice y que de repente se transmutan en espada. Manos invisibles que solo vemos en el recuerdo de las caricias. Silabeo de músculos callados, de bandera sin patria, de cuerpos agonizantes y vencidos que pueblan toda la Tierra. Porque la Guerra de Troya no ha terminado. Todas las guerras son la misma guerra. Todos los amores son el mismo amor: un intento de llenar de eternidad lo que es efímero.

En mitad de tanto fuego, que es una bellísima historia de amor y de corderos carnívoros, que diría Agustín Gómez Arcos, acaba siendo en este montaje una vindicación del paraíso de los desterrados y de las cuevas donde todos nos reconocemos como seres mágicos en los que habita una luz a punto de encenderse. Más cerilla que hoguera. Ese lugar que habita en la esperanza que nos sana frente a la inutilidad de la gloria masculina o la crueldad de esas tormentas de verano que al principio parecen las guerras. “No hay monstruo más horrible que un héroe de guerra”. Nos lo dijo con voz firme pero casi aniñada un Patroclo que invocaba al Aquiles de cuya boca bebió el jugo dulce que nace entre las piernas. Los dos amantes que tal vez solo existieron en el deseo de quienes fueron y son como ellos. Quienes alguna vez, sin escudo ni coraza, se rebelaron contra la ira, la cólera y la rabia que habita en el pecho de los hombres que se creen dioses. Esos malditos que incluso no tienen reparo alguno en hacer de una biblioteca la llama hedionda de su virilidad erecta.

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