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Lula que en vientos grises

Concierto de Lula Pena en el Teatro Gongora FOTO: MADERO CUBERO

Redacción Cordópolis

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El fado dialogó con Tom Waits y la chanson en uno de los conciertos más emocionantes del Festival de la Guitarra

Esto va de la vida. Esto va de la herida que arraiga en la rodilla al tropezar, y de la manera en la que —tambaleándote con vergüenza, quizá burlándote con exageración del fracaso por esconder que has caído— te incorporas, y de la costra que se forma para recordarte lo que ocurrió, y quizá de la cicatriz; quizá esto vaya, sobre todo, de la cicatriz. Esto va de la vida y del amor y su reverso y de sangrar y de lamerse las heridas que arraigan en la rodilla al tropezar. Esto va, al fin y al cabo, de lo que van aquellos libros y aquellas películas y aquellos discos que nunca olvidas: no necesitan un pretexto, un argumento, un eje en el que marearte. Arrancan por sí mismas.

Lula Pena se basta con Lula Pena. En casi veinte años de trayectoria ha publicado solo dos discos y al escenario de la sala Polifemo subió con Troubadour, el último, de 2010, que interpretó completo y del tirón, sin concesiones a Phados, su debut. Subió con la guitarra y la voz y las canciones y las letras, unas letras que narran igual que contaba el Gainsbourg primero, antes de la impostura y el personaje, con la vocación narrativa y sin —o no tanto— el sentido escénico; el Gainsbourg que mezclaba chanson y jazz y corazón crooner. También Lula Pena mezcla: mezcla, por ejemplo, el fado y a Gainsbourg,

El programa de mano remite a Tom Waits y a Leonard Cohen, y puede que Lula Pena suene al canadiense en algunos fraseos y en el elegante calado literario de sus letras —muchas de ellas adaptaciones de poetas en distintos idiomas; sonaron el portugués, claro, y el castellano y el inglés y el francés, y Gamoneda y Pessoa—, pero sobre todo en los instantes más oscuros —ese final del “Acto I” prolongado hasta casi los veinte minutos, cuando todos pensábamos que atacaría sin paréntesis ni comentarios, más desnuda aún, para qué añadir nada si su música ya grita— se toca a Lula Pena como se toca a los perros de lluvia, maldita y rabiosa, escupiendo verdades y golpeando en la mesa. No resulta explícito, no resulta sencillo y evidente señalar dónde o cuándo; se trata de una conexión mucho más orgánica. Esto va del cuerpo.

Y mezcla también —menudo cóctel— los momentos más luminosos de Nick Drake, sí, cuando su folk se enciende, y deja claro que Lula Pena no recuerda a alguien ni se parece a alguien, sino que transita por los mismos caminos, le alimenta la misma sangre. A Gainsbourg, a Drake, a Waits, antípodas entre sí conectados por el mismo puro impulso, le parieron una hija o hermana o prima portuguesa que agarra el fado y lo rompe en añicos —¿puede el fado quebrarse aún más?— y con mimo se arrodilla y recompone los pedazos con todo lo que ha escuchado y con todo lo que sabe y ahí está: un tema que empieza así y se transforma asá y acaba tomando cualquier salida, demorándose cuando y como quiere, tres y cinco y siete canciones en una misma, y tú en el patio de butacas, con los ojos abiertos, con la boca abierta, atando hilos.

Este ciclo de fado es uno de los regalos más emocionantes de las últimas ediciones del Festival. Comenzó la semana pasada con el fuego de António Zambujo y su grupo, tan cercanos a Biolay y Delerm y Viscogliosi, por continuar buscando familiares en otras músicas, y se despedirá el viernes con un espectáculo más tradicional, que complacerá —sí— a quienes abandonaron despavoridos el Góngora entre canción y canción, durante los aplausos y en el mínimo bis en el que Lula Pena demostró que la tradición sabe mejor si uno la respeta, pero no se doblega ante ella: una doliente versión de Estranha forma de vida. Me acordé de P J Harvey, otra que tal. Fado, sí; Amália Rodrigues, claro.

Porque lo de Lula Pena anoche supo redentor y salvaje; más que un concierto, se trató de una experiencia. Hizo con el Teatro Góngora lo que le dio la gana. Sonó a fado y sonó a blues y sonó a rock y sonó a eso, que sí: a lo que le dio la gana. Escuchando a Lula Pena todo se comprende mejor. Crecida en su fragilidad, cuando la voz enmudecía y se acercaba a su guitarra para arroparla y recordarnos dónde estábamos, quizá pensara en unos versos de Alejandra Pizarnik —a la que ha adaptado—, esos breves voladores de “niña que en vientos grises/ vientos verdes aguardó”. Esto va de alguien que espera a que las heridas se curen y las caídas se olviden. Sobre eso cantó Lula Pena.

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