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Alcolea y el derecho a la felicidad

Elena Lázaro

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He abierto la puerta con más prejuicios que curiosidad, al fin y al cabo, una tarde de septiembre, con el cambio de temporada sin hacer, poco cabe esperar del dispensario de libros liberados en una barriada de la periferia de Córdoba. Y sin embargo… ahí estaba, listo para ser atrapado de nuevo por la fetichista de los libros que llevo dentro.

Lo he visto encajado entre “Fortunata y Jacinta” de Benito Pérez Galdós y “Pepita Jiménez” de Juan Valera y he pensado: pobre Miguel, si doña Emilia pudiera verle ahí entre su amante y su enemigo. Luego, inevitablemente, una vocecilla interior -bueno, no tan interior- ha gritado ¡que vives con tu madre Juan Valera! y he pensado que esto del bookcrossing debe estar haciendo extraños compañeros de anaquel en esas bibliotecas globales y frescas que son los dispensarios de intercambio de libros. Porque no me digan que ver a Juan Valera y a Benito Pérez Galdós en un menage a troi con un constitucionalista como Miguel Agudo no resulta insólito. “Estado social y felicidad” es el título que he decidido liberar en el dispensario de la Plaza de la Cerería, junto al Centro de Servicios Sociales de la barriada de Alcolea.

Sólo me ha dado tiempo a leer la introducción que hace el propio autor mientras recorremos el tramo urbano de la carretera de Madrid buscando ese lugar que retratar in situ. En esas primeras páginas aclara Agudo que aspirar a la felicidad no es ingenuidad, es puro sentido común democrático y que la obligación de los Estados es, según el espíritu con el que nació el constitucionalismo, ofrecer las condiciones de justicia social necesarias para garantizar esa felicidad. ¿Serán felices en Alcolea? A juzgar por la guía práctica que Araceli, amiga y lectora, nos ha mandado para ayudarnos en el recorrido, parece que sí. Hay amor en cada una de las líneas de sus mensajes ¿Habrá también algo de la justicia social de Agudo?

Es domingo, el Sol aún sigue demasiado alto y ni la promesa del atardecer ni el frescor de las escasas huertas -las que resisten- consiguen aliviar el hartazgo de la canícula de este verano asfixiante. Sólo cinco figuras se adivinan a lo lejos, al otro lado del paso a nivel. Una pandilla de criaturas juega en mitad de la calle con improvisadas espadas hechas a base de cañas de las huertas cercanas. En menos de cinco minutos cambian la esgrima por el fútbol y los coches aparcados dejan de ser trincheras para convertirse en jueces de línea. En el otro extremo de la calle un grupo de ancianos también portan sus propias cañas, pero no luchan, sólo se apoyan en ellas para reposar el cansancio acumulado de sus propias batallas.

Miro a los chiquillos desde el otro lado de la barrera del paso a nivel y a ratos olvido que ha pasado la vida y creo viajar en el tiempo, vuelvo a estar donde debo estar. Crecí viendo pasar los cercanías y los vagones de los remplazos que iban a la base militar de Cerro Muriano. Jugué en las vías que separaban Santa Rosa de la Plaza de Colón y las crucé sin respetar ni una sola norma de seguridad. Hay algo perverso en mantener el romanticismo de aquellos tiempos e idealizar el hecho de que quienes habitan Alcolea tengan que seguir soportando el paso de los trenes por mitad de sus calles, pero ahí sigo, hipnotizada por la chiquillería y metida en cuadro. Si ahora cruzara un tren y una de las criaturas se despistase. Despierto y me pregunto ¿Serán felices en Alcolea?

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