Caspa
El salón de la casa de tu abuela. El sillón de orejas en el que tu abuela —el peso de su siesta— abre en su cardado una puerta a otra dimensión. La escena bucólica de enamorados y animales y racimos de uvas, óleo o tapiz, que corona la estampa. Los marcos de plata que encierran las bodas de sus hijos. El recuerdo de un viaje con el que tu primo le obsequió, no sé, con una Torre Eiffel del tamaño de un vaso bajo para la cerveza o un friso del Partenón con una inscripción de bolígrafo de tinta dorada, o una baratija que compró en la tienda de esos chinitos tan simpáticos de abajo.
Ahora repara en ese objeto. Fíjate en lo que encierra: puede ser una esfera con una curva achatada para ocupar su sitio en la estantería, quizá cortada en su mitad. Voltéalo y observa cómo las partículas blancas que cubrían su base se deslizan por el líquido, parsimoniosas, y observa cómo al devolverlo a su posición original se derraman sobre el falso suelo o sobre el techo de los edificios o de las casitas o del portal de Belén que el plástico encierra. Te inventas la lluvia o la nieve, y sin embargo no: es caspa.
Y eso es Córdoba.
Esos edificios o esas casitas o ese portal de Belén sobre los que la caspa se precipita. El homenaje a Cañero en Cabalcor —el propio Cabalcor, así, tal cual— o las esperanzas institucionales depositadas en Intercaza, la feria que se anuncia de “turismo, ocio activo y medio ambiente” para adelgazar su realidad, despliegan en nuestras calles una alfombra de caspa. Depositamos nuestro futuro en tres jornadas de talleres de montaje de imitación de moscas clásicas, de gráciles muchachas ataviadas con trajes de faralaes y abanicos danzando en torno a un corcel, de charlas sobre carpfishing, de concursos morfológicos de galgos españoles o de caballos andaluces y de exposiciones temáticas de arte, artesanía y otros hitos del espeluzne. Pásale el dedo a Córdoba: a los animales que sobreviven con la taxidermia y que algunas personas mostrarán a sus hijos con orgullo. Detente en tus yemas. Mira la capa de polvo, mira la capa de caspa que ahora te tapiza la piel.
Mientras tanto, Córdoba impide durante gran parte de una mañana —esa típica hora del sábado en la que el turista posterga el salmorejo y camina por la Judería— el acceso a la Mezquita, porque se celebra una ordenación masiva de sacerdotes, y el clavo ardiendo del turismo nos marca las arrugas. Actividades que insinuaban una cierta apertura a la modernidad —a una vanguardia ligerita, no de este siglo, sino de los bostezos del pasado— se despeñan con los nuevos criterios y cubren de esas motitas blancas que tanta vergüenza cuesta retirar. El Museo Taurino es caspa. Los pregones son caspa. La enésima procesión es caspa. Las palabras de los representantes de los empresarios nos arrasan igual que un tsunami de caspa que se levantara en su frenesí de absurdez contra el Campo de la Verdad. Lloro al contemplar sus bares magníficos de comida casera sepultados bajo la caspa. Lloro, por supuesto, lágrimas de caspa.
Caspa significa no gritar por tus derechos y acudir a la puerta del juzgado a insultar a todo aquel —acusado, familiar, juez condecorado, periodista, vecino, otro manifestante— que recorra la acera. La caspa la reparten en las presentaciones de libros en el Círculo de la Amistad, en la Real Academia —nunca exhibió tanta vida como ahora, cerrada por obras eternas— o en cualquier marco incomparable por el estilo: en botes o a montones, en toda la cara, zas, cuales bolas de invierno en los juegos infantiles. Pronunciar expresiones como «autoridades asistentes» y escoger fotografías en las que todos los protagonistas exhiben su corbata, porque nadie viste falda, te baña los hombros de caspa.
En esta ciudad no hay champú que te libre. En una ciudad hundida en la crisis e incapaz de apostar por el futuro para salir del pasado: una ciudad en la que se destruye el empleo, pero en la que el problema es la destrucción del país o los funcionarios que se manifiestan contra los recortes y a los que se denuncia. Pero Córdoba es el salón de la casa de tu abuela. Pero Córdoba es una anciana que se acurruca en un mueble viejo, adquirido junto a su esposo cuando se mudaron a esta casa, y que invierte sus ahorros en visitas a la peluquería que se le derrumban tras el postre. Córdoba es la decoración que escogió para sus últimos años, y que es mezcla de aquello que le satisfizo en su juventud y de aquello que sus hijos y nietos y bisnietos consideran que encaja con las preferencias de una anciana. Las sobras de Córdoba se transforman en croquetas y sus besos te envuelven con el ruido del desatascador.
Le das la vuelta a Córdoba y no cae nada.
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