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Se alquila maniquí

Elena Medel

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En una tienda de mi calle se alquila un maniquí.

Antes os hablaré de mi calle. La media de habitantes por piso, de pisos por planta, de plantas por bloques, y de bloques que abarca el tramo entre un parque y una gran superficie, arroja un dato de más de cinco mil personas, restando solitarios y viviendas vacías.

En fin. Ahí vivo yo.

En la vía paralela a una avenida importante, sin merecer el ascenso en las castas del callejero porque los automóviles solo circulan por un carril: el otro, reservado para descongestionar la circulación, lo ocupan coches aparcados, y ya se sabe, la costumbre, que a ver quién obliga a mover el segundo vehículo de la unidad familiar. Al tirar la basura o comprar el pan me cruzo con el 1,5% de la población de la ciudad, sin contar los habitantes de las parcelaciones ilegales, cuyos hábitos de empadronamiento desconozco.

El mismo porcentaje, volteado como un calcetín, cifra los negocios abiertos en la calle. La carnicería que alimentó a varias de las generaciones que suman hasta ese 1,5% de la totalidad cordobesa cerró algunos meses atrás: el local —ahora vacío— exhibe el acostumbrado cartel de “se alquila”, sin rastro del expendidor de números que regulaba el turno de espera. Igual ocurrió con la pastelería de abajo, que ni situándose frente a un colegio logró sobrevivir; apenas unos meses, y ya ofrecen el espacio a quien se arriesgue. Y sumemos: la tienda de informática, la de ropa infantil, una ferretería. Aguantan los bares, alguno con el mismo dueño que subió la persiana por primera vez, otros encadenando responsable tras responsable tras la barra, todos ocupando media acera con terrazas en las que solo se consumen cañas con tapa, gratis este último elemento, a precios ajustados el primero.

Pero alquilan el resto de locales. Vacíos, los negocios que atienden a este 1,5% de la población cordobesa se limitan al material escolar, el arreglo del cuerpo y el cabello o la venta de bebidas y comidas en sus expresiones más variadas. Están la panadería de siempre, el restaurante chino de siempre, la taberna de barrio de siempre —con sus parroquianos y sus diarios deportivos—, la cafetería de siempre para adolescentes que bajan a la calle con el dinero justo para un refresco.

Pero alquilan un maniquí: eso les contaba. También cerró la tienda de lencería, en la que igual se compraban fajas que tangas que camisones que medias, y en cuyo escaparate desierto cuelgan dos letreros con tipografía nerviosa: alquilan el local, sí, pero alquilan también un maniquí. Aunque interpreto el verbo de la segunda oferta como un gazapo, me pregunto: se alquila un maniquí. Bueno, no. Me pregunto: ¿para qué alquilar un maniquí? Este maniquí, ¿a quién interesa? Ese divorciado del bloque junto a la antigua tienda de fotografías, ¿pensará en alquilarla, en vestirla como si se tratase de su ex, en sentarla a la mesa y trasladarla del sofá a la cama según el horario? La viuda que se sienta a observar el mundo en el banco frente a la rotonda, ¿perderá por el copago el dinero que reservó para alquilar el maniquí y conversar con él tardes y tardes, igual que haría con la hija que no telefonea? Cuando el alquilante se canse y quiera devolverla, ¿qué trámites seguir?

Cada semana se despide otro negocio en mi barrio, pero nos hemos acostumbrado tanto al cese de actividad, al empresario al que dan la espalda los números y los clientes, que no nos llama la atención un camión de mudanzas trasladando estanterías, sino un maniquí que se alquila.

Mi calle es una calle de más de cinco mil personas (según las últimas estadísticas).

Con el 1,5% de los negocios abiertos.

Con el 98,5% de los negocios cerrados.

A ojo de buen cubero.

Sin embargo, en uno de ellos, de repente, se alquila un maniquí.

Moraleja.

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