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El peluche

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José Carlos León

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Mi casa fue como una de tantas en la Córdoba de los 70, con su familia numerosa, sus colas por coger sitio en el cuarto de baño, el cuarto compartido con mi hermana Jose, un padre currante aunque algo ausente (los roles de la época…) y una madre ama de casa experta en microeconomía, maximizando los recursos para que siempre hubiese algo guardado para una emergencia. Sobró poco, pero nunca faltó de nada. En Navidad había pocos excesos, salvo el encargo en Los Sánchez de un lomo de salmón ahumado. Hace 40 años no se encontraba en todos sitios, y había que pedirlo en el emporio gourmet que era ese supermercado de la calle Concepción. Era lo más exótico que había en la cena de Nochebuena, donde nunca faltó el caldo con picadillo quizás para no olvidar quiénes éramos y de dónde veníamos, porque cada año, mi madre se encargaba de recordarnos cuántas noches como esa, siendo niña, se tuvo que ir a la cama sin nada que poner sobre la mesa.

Mis padres fueron hijos de la posguerra, criados en el hambre. Por eso nos enseñaron a valorar las cosas, a saber lo que cuesta el dinero y a disfrutar sin derrochar. “Este pan para este queso y este queso para este pan”, oí muchas veces en esa cocina en la que nos reuníamos para escuchar viejas historias en blanco y negro, relatos de años oscuros que nos parecían lejanos y casi de ciencia ficción. En las casas del hambre de los duros 40, los Reyes traían juguetes de cartón o muñecas de trapo en el mejor de los casos. Nada en el peor. En una de esas vivió mi madre, la anciana que un día nos confesó que de niña nunca pudo tener un muñeco de peluche.

En mi casa nunca faltaron regalos en el árbol, siempre más de los pedidos, siempre muchos más de los necesarios. En esos días de Reyes en los que todos nos arremolinábamos alrededor de su cama abriendo regalos, mi madre disfrutaba viéndonos, quizás recordando todo lo que a ella le faltó de pequeña, y por eso agradecía cualquier cosa que le traían los Magos, aunque fuera el delantal o el tostador que le regalé alguna vez... Pero un año recordé esa vieja historia del peluche y en una mágica mañana del 6 de enero los Reyes le trajeron un precioso y tierno oso panda. Llegó con 70 años de retraso, pero al fin llegó el regalo que nunca tuvo. Recuerdo sus ojos vidriosos, cómo lo abrazaba, cómo lo acariciaba, cómo disfrutó al tenerlo entre sus manos arrugadas y algo temblorosas, y cómo le acompañó en sus últimos años de vida, cuidándolo y peinándolo con mimo hasta que el peluche, que adornó su cama hasta el último día, tuvo que despedir a su dueña para siempre.

El doloroso día en que los hermanos volvimos a entrar a ese hogar en el que crecimos felices para recuperar los recuerdos de toda una vida, mis hermanas sabían que más allá de su valor, lo más importante para mí era quedarme con el peluche por todo lo que representaba. 

En PNL lo llamamos anclajes, estímulos sensoriales que irremediablemente nos evocan una reacción emocional. Anclajes son esos olores que nos trasladan a la comida de casa de nuestros abuelos o el perfume que nos recuerdan a alguien, las canciones que nos transportan a un momento concreto de nuestra vida o ese souvenir que hace que revivamos unas vacaciones muchos años después. Los anclajes se instalan por intensidad o por repetición, y pueden ser unos grandes aliados a la hora de fijar resortes para vincularlos con estados de máximo rendimiento y así maximizar nuestros recursos. Todos tenemos alguno, incluso aunque no nos demos cuenta. ¿Te has fijado alguna vez en Rafa Nadal, cómo celebra los puntos clave con el puño mientras grita “¡vamos!”? Eso es un anclaje, un gesto o un estímulo que le sirve como interruptor para conectarse con su versión más exitosa y que le sirve para engancharse con su mejor juego en momentos clave. Pues el peluche es mi anclaje con el amor de mi madre y con todo lo que me enseñó en su vida.

Desde aquel día, ese oso panda duerme con Carla y Daniela, mis niñas, que tuvieron la suerte de disfrutar cuatro años de su abuela y de conocer lo que significa el amor más puro e incondicional. Será el mejor regalo que nunca pueda hacerles, porque servirá para que siempre recuerden lo que significa, a quien perteneció y que su recuerdo siga vivo. Pero también para que en mañanas como las de hoy, en las que una vez más se nos ha ido la cabeza con una avalancha de juguetes, entiendan que no todos son tan afortunados como nosotros, que en cualquier momento nos puede cambiar la vida y que hay regalos que no se pueden valorar con el dinero. Ese peluche representa para mí toda la magia del Día de Reyes, la fiesta más bonita, familiar y tradicional que tenemos, y por eso hoy quería compartir esta historia contigo. Gracias de corazón.

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