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Las luces que nunca vi

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José Carlos León

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Los últimos años de vida de mi madre fueron una batalla perdida contra la artrosis. Lola se llamaba, y ella bromeaba diciendo que tenía dolores hasta en el nombre. Las piernas flojeaban y los huesos se iban volviendo cada vez más débiles, tanto que en su tramo final la vida era un monótono paseo desde la cama al sillón, en el que pasaba las horas con pocas ganas de salir a ver el mundo más allá de sus cuatro paredes. Ni podía ni le apetecía, así que las jornadas iban pasando como días de la marmota.

Por eso, hace seis años por estas fechas el espíritu navideño quedaba a kilómetros de su piso de la Plaza de Andalucía. No es de extrañar que en una de esas llamadas diarias, casi rutinarias, tras pasar el parte y comprobar que todo estaba en orden, me preguntara con su anciana inocencia: “¿Niño, cómo es el alumbrado de este año?”. La respuesta parecía sencilla, pero ese día me quedé mudo, muerto. Por entonces trabajaba en la calle Cruz Conde, y sólo con asomarme a la ventana podía ver las luces, sólo con alzar la mirada al llegar o al salir. No hacía falta más. Mi camino desde Carlos III aprovechaba los tibios rayos de sol en el Vial, atravesaba por Doce de Octubre hasta cruzar el semáforo de Ronda de los Tejares y enfilar la curva del Rossellimac… Y entonces todo se hacía de noche. Me había dado cuenta de que en el momento que me acercaba al trabajo agachaba la cabeza como quien va al matadero, amargado, triste, meditabundo, derrotado, sin esperanzas ni fuerzas para seguir. Por eso no veía el alumbrado. Lo más que pude contestarle a mi madre fue un lacónico y durísimo “no lo sé”. Entonces me di cuenta de que tenía que irme de allí.

Dicen que las personas cambiamos por varios motivos. Lo ideal es cambiar por puro deseo, por iniciativa propia, pero en la mayoría de los casos los hacemos por un shock (algo inesperado y sobre lo que no tenemos capacidad de actuación que nos voltea súbitamente la existencia) o por un momento de inspiración. No sé exactamente a cuál de estos dos últimos pertenece el episodio del alumbrado, pero el caso es que fue suficientemente determinante para que tomara una de las mayores y más duras decisiones de mi vida, y también de las mejores.

En esos días de diciembre de 2013, con 38 años y dos niñas recién nacidas, sentía que se había acabado una etapa. Llevaba 14 años en una empresa que languidecía, que ya no iba a ninguna parte y en la que yo no tenía más recorrido, pero el miedo y la aparente estabilidad llevaban meses dilatando una decisión que sólo era cuestión de tiempo… o de un empujón. Tras dos ERES y episodios muy dolorosos, estaba claro que ni la compañía ni yo íbamos a llegar más lejos. Un día alguien llamó a un compañero para interesarse por “cómo estaban las cosas” por allí. “Las cosas van bien, y ese es el problema. Aquí sólo quedan cosas, no personas”, respondió mi colega, una descripción clara del ambiente que se respiraba, un panorama en el que no podía imaginarme seguir allí más tiempo, envejeciendo, marchitándome y convirtiéndome en un viejo amargado. Esa era la única certeza que tenía, porque si me iba no tenía ninguna seguridad de lo que iba a pasar. La decisión, entre el miedo a lo desconocido y la certeza de la amargura, estaba tomada. Mi tiempo allí se había acabado.

En ese momento mis sentimientos hacia la empresa iban desde el asco al rencor, porque tendía a culparla de mi situación, de mi tristeza y de mis nulos deseos de seguir allí ni un minuto más, como si me estuviera quitando la vida y el amor a una profesión que amaba. Hoy creo que estaba equivocado. Cuando estamos en un sitio en el que no podemos crecer y desarrollarnos, tanto personal como profesionalmente, la responsabilidad está en nosotros. Quizás se trata de algo lógico, de un proceso natural de crecimiento en el que la experiencia y el aumento de nuestras competencias han hecho que lleguemos al tope de nuestro ascenso dentro de esa compañía. Lo ideal sería que la empresa pudiera acompañarnos e incluso estimularnos a seguir creciendo dentro de ella, aumentando valor añadido, pero no siempre es así. Unas veces porque no hay plan de desarrollo y otras, simplemente, porque se nos ha quedado pequeña. La culpa no es suya. El problema, el bendito problema, es que nos hemos hecho más grandes y necesitamos más. Llegar a esta conclusión no es fácil, y dar los pasos adecuados a partir de ahí, menos aún. Es el momento de asumir responsabilidades… o no.

Es entonces cuando se abre el abismo, el miedo al vacío, el apego a la rama que nos aporta una falsa seguridad o esa incierta estabilidad laboral que puede esfumarse de un momento para otro. Los mediocres se aferran a esas certezas porque no saben o no se atreven a volar más allá, aunque lo único que reciban a cambio sea una nómina escuálida y un puñado de malos ratos. A los demás les ha llegado el momento de dar el salto o quedarse. La decisión es suya.

Hoy, cada vez que paso por la puerta de aquel edificio de Cruz Conde, me alegro de haber dado el paso. Recuerdo con cariño y agradecimiento todo lo que aprendí allí, incluyendo las lecciones más duras, porque sin ellas no estaría aquí. Pero sobre todo, en días como estos, puedo levantar la cabeza y recordar a mi madre, a Lola, que me enseñó lo que tenía que hacer cuando un yugo de tristeza no me dejaba ver las luces de Navidad.

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