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Sí a todo

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Antonio Agredano

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Dice el profesor Ignacio Sánchez-Cuenca, en este inenarrable y exótico artículo, que no hay que darle tanto protagonismo a los atentados yihadistas. Que el riesgo de morir en uno de ellos es demasiado pequeño y que, tomando datos de un tal John Mueller, es más probable morir cayéndose en la bañera que bajo las ruedas de una furgoneta conducida por alguno de estos hijos de puta. De su artículo saco dos conclusiones. La primera es que, por más que se me insista en artículos bienintencionados, sociosaludables y pretendidamente empáticos, no soy capaz de racionalizar el miedo a que muera algún ser querido.Y la segunda es que ahora, además de bolardos en las aceras, voy a exigir al Estado alfombrillas antideslizantes para el cuarto de baño.

Me hago mayor y la muerte empieza a ocupar una parte importante de mis temores. No la mía, porque en las clases de Ética de Eva en 1º de BUP aprendí algo que me entusiasmó y me acompaña desde entonces: en el Tetrafarmakon explicaba Epicuro que a la muerte no hay que temerla, que cuando estamos vivos no sentimos la muerte y cuando morimos no sentimos nada. Algo tan terrenal como olvidarse de lo que uno no vivirá nunca. Lo que no puedo evitar es mirar a mi alrededor y temer la marcha de los que están. Tan legítimo como retirar el dedo de la hornilla que aún quema. Aunque vivimos en épocas de mindfulness, mi cerebro es tan pedestre, tan de andar por casa, que no puedo evitar la llamada a mi hermana o a mi padre cuando un accidente de tráfico en Córdoba se noticia sin nombres ni iniciales.

Ese pánico velado, ese terror a la despedida, no conlleva siempre gravedad. La preocupación íntima, si sale a flote, lo hace con comicidad y esa complicidad familiar, andaluza y tribal. A veces, en las comidas hogareñas, bromeamos acerca de las cenizas. A mi madre, enamorada de Cuba, le tengo dicho que cuando se vaya, dentro de muchos años, no olvide dejarme un billete pagado a la isla y que me comprometo, con ceremoniosa borrachera de ron, a esparcir sus cenizas en las lágrimas caribeñas que inundan las mejillas del Malecón habanero. Yo, que soy muy de contar chistes en la sobremesa, siempre digo que quiero que esparzan mis cenizas en el escaparate del Woman´s Secret. Aunque si tengo que hablar en serio, tenía pensado descansar eternamente, aunque sea convertido en polvo, detrás de los colegios provinciales en el Parque Figueroa.

Cuando era niño jugaba allí, en un campito donde buscaba bichos y pateaba el balón bajo la paciente mirada de mis padres. Rodeado de girasoles y con la sierra perfilando el cielo. Dice María que ahora todos aquellos paisajes de mi infancia son asfalto. Que los tentáculos viscosos del progreso han desahuciado a los insectos. Que no hay amapolas ruborizando la tierra. Sólo urbanizaciones con piscinas y pistas de pádel. Locales vacíos. Árboles escuálidos. Coches altos y negros transitando como fantasmas las calles desiertas. Con semejante panorama quizá cambie de idea y ya no descarto hacerme enterrar. No quiero ser un espectro de ceniza prendido en la bandera de España en el cuello de algún pijo, o en los calcetines de un runner, o en el bañador de un concejal de UCOR. Lo único que tengo claro es mi epitafio: “Sí a todo”, esculpirán en el mármol que tape mi nicho.

Tengo un amigo que no cumplía años, sino temporadas. “Yo nací en la 78/79”, me dice. “Cuando nací el Córdoba estaba en 2ªB y nos escapamos de milagro”. Pienso que el fútbol es un diario, unos asideros para la memoria. Es decir “el verano del ascenso” y trasladarnos a una islote lleno de deseos, frustraciones y páginas garabateadas. Empieza una nueva temporada. Somos más viejos. El cordobesismo es un almanaque amarillento lleno de días en lo que no hemos apuntado nada.

Tengo más miedo a no vivir la vida que a morirme. El nivel de expectativas me lo marca Gunilla von Bismarck y de ahí para arriba. Hay vidas y vidas. No es lo mismo escribir un poemario emocionante -¿habéis leído Cuaderno de Campo de María Sánchez? ¿Habéis leído Si descubres un incendio de Alberto Conejero? ¿Habéis leído En ti me quedo de José Ignacio Fernández?- que ir de madrugada a la sede de una peña cordobesista para romperle los cristales y pintar pollas en la fachada. No es lo mismo robar a manos llenas dinero público en un Ayuntamiento que jugarte la vida en África para combatir el ébola. No es lo mismo pasar el día bebiendo litronas en el banco que dedicar tu vida a enseñar literatura a una pandilla de adolescentes. No son lo mismo pero sabemos, en lo más profundo de nuestra humanidad, que son lo mismo. Y si son diferentes, es por la intensidad y la permanencia. Por el recuerdo que nos quedará, un patrimonio traslúcido y triste. No hay vidas mejores o peores. Quizá sólo vidas exprimidas o vidas con demasiada pulpa aún en la carne de la fruta. La muerte es como una espátula. Alisa e iguala. Nada sobresale tras su metálico paso. El mismo final: Fuego o tierra. Ceniza o hueso.

Las muertes inesperadas son como una fusta en mi galope. El único remedio contra el vacío que nos espera es vivir. Vivir con indisimulado entusiasmo antes de que el árbitro pite el final del partido. Ir al fútbol. Poblar la grada. Quedarse afónico. Pelear por lo que es nuestro. Manchar el Arcángel de blanco y verde. Pitar al presidente. Aplaudir a los que se dejan las rodillas sobre la hierba. Amar. Amar en contra de lo debido. Amar como un gimnasta girando sobre el caballo con arcos. Amar con culpa y desvelo. Amar en lo imposible. Amar con ganas de otro encuentro. Quitarle el collar al deseo, dejar que corretee a sus anchas y se mee en las esquinas. Comer. Beber. Reír con exageración, entre hipidos y ronquidos. Golpear la mesa con la mano. Equivocarse. Arrastrarse por el mármol frío del remordimiento. “Escribo por el placer de contradecir y por la felicidad de estar solo contra todos”. Conocer a desconocidos. Penetrar en la noche como Hänsel en el bosque. No perder esa pequeñísima llave a la que llamamos esperanza.

Dice la nueva intelectualidad -tan afectada, sin embargo, y vaporosa- que es saludable relativizar la muerte. Yo la tengo presente, por lo que pueda pasar. Paseo calaveritas en el bolsillo. Me persigno sin fe ante la desgracia. Este verano aprendí que cada minuto es el último. Que no hay que darle cancha a la enfermedad, que el dolor siempre nos remata al contraataque. Me hago mayor y empequeñezco. En vez de llenar mis años de razón y trascendencia, los lleno de jarana y liviandad. “Después de todo, la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida”, escribió Benedetti. Asiento y brindo.

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