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La mediocridad depende del contexto

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Antonio Agredano

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Me descubro preocupado por lo que piense de mí gente a la que no conozco. Chúpate esa, Franz Kafka. Este mundo es una piscina de brea. Con un pellizco en el estómago, mando un audio al grupo de whatsapp de mis amigos y les pregunto si es normal, si ellos entienden este vértigo ante lo que uno escribe, el miedo ulcerante a las reacciones, el enfado ante las críticas infundadas, la desolación ante los rebatimientos bien hilados. “Pasa”, me contestan al unísono como si estuviéramos compartiendo una litrona en La Habichuela y yo hablara de una chica de la universidad y no de una pandilla de lectores invisibles. “Pasa”, repiten, y cambian de tema como si mi irrupción desgarrada fuera parte de un teatrillo cómico y no el vómito tras una preocupación íntima.

El precio de ser leído es la posibilidad de ser cuestionado. Creo que así funcionan las cosas. Ya tenemos cierta edad, que esa es otra, y la vida no es tan liviana como nos parecía entonces y para qué perder el tiempo en los demás, con lo concurrido que está el cerebro de uno mismo. Lo que escribo es lo que tengo, lo que soy y lo que me sale. Y mientras me paguen seguiré haciéndolo. Es hora de que vayamos conociéndonos. Respeto a mis lectores respetándome a mí mismo. Cuesta vivir con ello. Cuesta vivir con lo que uno es porque las contradicciones son parte de nosotros como lo es la bilis o la suavidad en la palma de las manos. El folio blanco es una cuchilla y no una bandeja de canapés. Y después el halago de que se acuerden de mí, aunque sea para mal. Porque para ser invitados a un cumpleaños valemos todos, pero para quedarnos fuera de la fiesta es necesario el aplomo obstinado del homenajeado. Ser diferente es un signo de distinción. Que te tengan coraje es como uno de esos besos en la mejilla que acaban demasiado cerca de los labios. No es vanidad, es pura supervivencia.

Si excaváramos hasta el tuétano de Córdoba, si penetráramos capa a capa por los restos árabes y romanos, encontraríamos sepultada en tierra una piedra tallada de incalculable antigüedad con una sola frase grabada: “¿Ese quién se cree que es?”. Sobre esa magna sentencia se cimenta una ciudad acostumbrada a la gente, pero no a las personas. Por cada diez rapsodas que cantan las bellezas de esta ciudad inmortal, afectada y bella, debe haber unos cuantos gilipollas que hurguen con la uñita en sus miserias. En el reparto existencial ya sabéis de qué bando estoy. En el pecado está la penitencia.

Hay dos tipos de personas: los que en la felicidad se acuerdan de sus seres queridos y los que en la celebración se acuerdan de sus enemigos. Ha pasado con el Córdoba que tras una victoria he visto volar proyectiles de un lado para otro e incluso alguno aterrizó sobre mi dura cabeza. Mi padre aún conserva las piteras de sus peleas en Ojuelos Bajos. Las mías no son tan visibles pero seguro que mi padre y yo echaríamos un buen rato contándonos batallitas delante de un par de cervezas. Porque de eso va la vida, de reírse de los golpes y no darle tanta importancia a las cosas, que la vida son dos días y en mi caso ya estamos en el desayuno del segundo. Decía que hay dos tipos de personas: en los primeros hay gratitud y en los segundos soberbia. De ambas semillas nacen troncos robustos. Quien tiene un amigo tiene un tesoro, pero quien tiene un enemigo tiene la isla entera.

A mis enemigos les exijo dedicación e inteligencia. A mis amigos, sólo una sutil fidelidad. A mis enemigos les pido constancia, acidez y astucia. A mis amigos, como mucho, cierta tendencia a la risa cómplice y una intensidad razonable. A mis enemigos les adelanto que, aunque ellos me odien, yo no puedo garantizarles reciprocidad y, advierto, lo más probable es que termine olvidándome de ellos. A mis amigos, al contrario, les perdono la intermitencia pero les garantizo el esmero para no desaparecer del todo. La enemistad es una carretera bien asfaltada y la amistad una senda de tierra que se funda mientras paseamos. Hay dos tipos de personas y yo espero ser de los primeros. El amor es más endeble que el odio, pero no por eso debemos dejar de cultivarlo. Las aspidistras están bien siempre y cuando haya azaleas. Espero no haberme equivocado con las plantas y que mi querida suegra no me corrija por whatsapp, que ella sí que entiende de esto. Y de muchas otras cosas. No quiero resultar antipático, pero tampoco complaciente. Esta es vuestra casa si os da igual beber vino, un refresco o agua. Coged la puerta e idos si encima de daros lo mejor que tengo me cuestionáis la añada, el gas o la cal del vaso. La libertad de expresión de verdad es esto de no plegarse al gusto de los lectores y no aquella otra cosa de hacer chistes sobre muertos. Los debates, en El Correo. Por aquí, que cada uno cuente sus movidas y ya luego, apoyados en un soportal, las comentamos.

Y después está lo de escribir sobre fútbol, que es como si los pintores en vez de lienzo usaran el mar como soporte para su talento. Lo que hoy decimos mañana no valdrá para casi nada. Pero aquí estamos unos cuantos esforzándonos en explicar lo que es un tren siendo solamente piedras en mitad de la vía. No da para más. El fútbol es un balón y muchas cosas a su alrededor. Desde futbolistas a sabios de sofá. Desde entrenadores sesudos a presidentes avaros. No hay que dar más explicaciones. Vivir es terrible, no lo hagáis más difícil. El otro día estuve en el Ramón Sánchez-Pizjuán con mi camiseta del Córdoba y sentí algo parecido al orgullo. Pese a la derrota, pese a que nos pitaran el himno, pese a que nuestros aficionados gritaran desde una desagradable lejanía, pese al terrible partido, tengo la certeza de que moriré con los míos. Que no hay otros. Que es lo que tengo. Como no puedo cambiar de mamá, aunque se me haya puesto malita, ni cambiaré de hijo aunque herede mi careto y no el de su hermosa madre. Me quedo con ese gélido paseo por las tripas del estadio, porque eso somos, un corazón abriéndose paso entre el hielo.

El Córdoba ha vuelto a perder. El día que gane fuera será como aquello de la noticia del señor que mordió a un perro. Los fallos clamorosos son patrimonio de los que apenas fallan. Kieszek se marcó un gol ibañezco y ahí quedaron los puntos. Más peligrosos son los fallos imperceptibles y más puntos cuestan. Esos desajustes en la marca, esa carrera ahorrada que oxigena el ataque rival, esa duda al meter la pierna que permite al balón llegar a su fatídico destino, ese regate de más que inunda de intrascendencia nuestra delantera. Lo del portero polaco fue pornografía y lo de muchos de sus compañeros durante esta temporada está siendo fino erotismo, pero los dos caminos llevan al mismo sitio: masturbarse apesadumbrados y solos, sentados sobre una taza fría, con el pestillo echado, en una lluviosa tarde de domingo. Las derrotas duelen pero duele más la deriva. Se puede ser un hijo de puta pero lo que no se puede ser es un cobarde. Perder yendo a alguna parte, me vale. Pero perder mientras caminamos sin rumbo es algo a lo que es imposible acostumbrarse.

Estoy viviendo una epifanía. Ayer, volviendo a casa, bajo una lluvia afilada, abrazado a María, pensaba en esta columna. Era como una película de Woody Allen en la que yo hacía el papel de neurótico acomplejado y dubitativo. En el oficio de escribir está esa carga de ir pensando en las palabras que nos faltan para completar la semana. Quiero pensar que el peluquero mira otras cabezas para encontrar inspiración o el electricista observa mientras pasea el laberinto de cables en las fachadas para destacar la orfebrería y criticar las chapuzas. “¿A ver qué cuento yo el martes?”, dije en voz alta. “Pues cuenta tus cosas, como haces siempre”, contestó María sacándome del ensimismamiento. Y sí, quizá ahí está el resumen de toda esta película: escribir lo que soy. El ser riñendo con el estar. Recordé la cita de Foster Wallace: “La mediocridad depende del contexto”. Y mirando a mi alrededor, no me queda más remedio que ser osado. O como dice un amigo: “el no ya lo tienes, ahora ve a por el traumatismo cranoencefálico”. Por eso, si has llegado leyendo hasta aquí, gracias. No hay abrazo más bonito que el que se dan escritor y lector en el instante justo que sucede al punto y final.

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