El fútbol le debe una Champions a Bustingorri
Míchel marcó tres goles a Corea del Sur en el Mundial de Italia´90. Tras anotar el último de su cuenta, corrió hacia la banda, miró a la grada y gritó “me lo merezco”. Estaba fuera de sí. Se enfrentaba, sudado, de rojo Le Coq Sportif, a un enemigo invisible. Yo celebré el gol cohibido. Con disimulo y culpa. Su rabia, ese desprecio suyo lanzado al aire, tan inesperado, me había cegado la alegría, había transformado el júbilo del gol en una grotesca preocupación infantil.
¿Qué le habían hecho a Míchel? ¿Por qué estaba tan enfadado tras clavar tres goles en el mismo partido en aquel cíclope futbolístico que era para mí un Mundial? ¿Me miraba a mí? ¿Sería mi culpa? Es verdad que Míchel nunca fue mi jugador preferido, que delante estaban Zubi, Hierro y Butragueño, pero él no podía saberlo. O sí. Yo tenía diez años de los de antes. Nadie decía hat-trick. Era domingo. Un ventilador Taurus me buscaba por el salón. Me senté en el suelo y apoyé la espalda en el sofá de escay marrón. Derrotado en la victoria. “¿Qué te pasa?”, preguntó mi madre. “No sé”, contesté. Y jamás hubo más verdad en mí que cuando pronuncié aquellas dos palabras. No sé. Repetí en silencio. Las letras hicieron eco en el abismo de mi niñez.
Hay dos tipos de personas. Se les reconoce fácilmente cuando les llega el éxito. A todos nos llega la gloria, al menos una vez en la vida. Todas las existencias tienen un momento muy alto. Un clímax. Ya sea siendo nombrado ministro, matando con lejía las plantas de un vecino, ganando el premio de poesía del instituto o saliendo al mediodía en Canal Sur. El éxito se amolda a las personas como la papilla a las manos de mi bebé.
Decía que cuando llegamos al éxito, tenemos dos caminos: acordarse de los que nos quisieron o acordarse de los que nunca creyeron en nosotros. He visto a un amigo salir a recoger un premio y empezar a lanzar dardos transparentes a todos aquellos que le cuestionaron, aunque fuera una vez y entre vinos, dándose golpes en el pecho, reivindicando su capacidad para sobreponerse a ese enemigo etéreo y cruel. Del mismo modo en que he visto a un amigo salir a recoger un premio y no poder ni hablar porque la emoción y el recuerdo agradecido a sus seres cercanos le habían anudado la lengua.
En el fútbol no hay verbo más pinchudo que el de merecer. No sé si Míchel se merecía aquellos goles, o si Buffon se merecía la Champions que ya nunca tendrá, o si el Córdoba merece salvar la categoría. En el fútbol la alegría de unos es la desdicha de los otros. No podemos ser juez y parte. No hay mayor merecimiento que el demostrado sobre el césped. La dignidad no depende nunca del resultado.
Nunca he marcado un gol. Siempre fui portero. Una vez paré un penalti y mi cabeza se quedó en blanco. Quise correr, quise gritar, pero me contuve. Vinieron los compañeros a abrazarme. Me dolían las rodillas por los chinos que se ocultaban en el albero. Miré hacia la banda y allí estaba mi padre. No venía demasiado a verme, pero ese día estaba tieso entre el público. No había gradas. Los asistentes se colocaban tras la cal como improvisados recogepelotas. Le miré y noté que él me miraba tras las gafas oscuras. Levanté las cejas. Ese fue mi “me lo merezco”. Levantar las cejas. Un gesto que me salió como un resorte. Como diciendo, tan lacio, “eah, he parado un penalti”. Creo que desde aquel día siempre he celebrado mis pequeñas cosas con la misma naturalidad culposa. Entre el rubor y la angustia. Con una felicidad calmada e imprevista. Con la certeza, eso sí, de buscar antes a mi padre que al rival que falla o al portero con el que me disputaba la titularidad. Saber perder es difícil, pero más difícil es saber ganar. El perdedor se conoce el guión perfectamente. Sabe a quién dar la mano, con que afectuosa fuerza. Pero los ganadores lo son cada uno a su manera. Es en el éxito donde brota lo que nos duele. Lo que hemos arrastrado en el camino. Donde somos nosotros, sin encajes ni remiendos.
Eugenio Bustingorri no fue a Italia´90, aunque una vez casi ficha por el Real Madrid. Grupo Este le hizo cromo, aunque todo se frustró por discrepancias entre Mendoza y Gil. En la Liga 86/87, Osasuna y Madrid se enfrentaban en El Sadar. A un lado Camacho, Sanchís, Hugo Sánchez, Valdano, Butragueño y Míchel. En el otro, Rípodas, Lumbreras, Castañeda y, como no, Bustingorri. El lateral izquierdo, marcó el 1-0 de un potente y lejano disparo. Luego hubo jaleo. Tángana en El Sadar, valga la redundancia.
No sé si Bustingorri aquella tarde acabó gritando “me lo merezco” en el vestuario. Me extrañaría. El Real Madrid terminó ganando la Liga y Osasuna tuvo que jugar el playoff de permanencia. Las cosas volvieron poco a poco a su lugar. Pero nadie le quitaría ya a Eugenio aquella victoria. Ni aquel gol. Ganar ya es un merecimiento. Perder es un hábito que nos honra. Empatar es una amistad veraniega, una intensa relación de noventa minutos. Quizá el fútbol le deba una Champions a Bustingorri. Míchel contó en una entrevista que su grito en Italia´90 era para un periodista que le había criticado sin honestidad, injustamente. Hay dos tipos de personas. Unos marcan y otros recogen el balón de la red. Pero mañana puede ser al revés. Y quizá también el intercambio de papel entre vencedor y vencido también pueda ser achacado a ese desalmado jinete llamado merecimiento.
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