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El amor en los tiempos del Tinder

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Antonio Agredano

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“Tenemos que aprender a convivir con nosotros mismos”, me dijo ella. Amiga de una amiga. Estábamos cenando en La Cazuela. Yo hablaba del Tinder y mojaba berenjenas en el salmorejo sin ánimo erótico.

“Tinder es una enfermedad de nuestros tiempos”, insistió. Al sentirse escuchada, elevó un poco el tono. “Nos desnaturaliza. Niega lo que somos. Si quieres conocer a una mujer sal, habla, vete a un bar. Tiene que haber un contacto, algo que no tiene nada que ver con mirar la pantalla del móvil, o elegir como si fuéramos simple ganado. O eso, o te quedas solo y aprendes de tu soledad”, dijo, mirándome con una mezcla entre el desprecio y la incomodidad. Varios en la mesa asintieron.

Estuve cerca de darle la razón. Rendirme. Entregar el móvil. Arrepentirme por aquellas citas urgentes en Málaga. Aquellas relaciones que no llegaron a nada, pero que estuvieron bien. Kebabs de madrugada. Conversaciones en la Malagueta. Sexo en camas bajas de Ikea. Chicas con gatos. Pisos compartidos. Películas argentinas en el Cine Albéniz. La vida, vaya. Que nunca es como se espera pero que, puesta a improvisar, a veces tiene sus buenas ocurrencias. Sus chasquiditos. Como aquella noche en que me emborraché con Ángela, Lady Pug en Tinder, bebiendo cerveza artesanal y pasamos la noche desnudos turnándonos el váter de su piso en Teatinos para vomitar hasta el último mililitro. O aquella inolvidable paja recíproca en los asientos delanteros del Seat Córdoba verde botella de Clara, en el área de descanso de una gasolinera cerca del Arroyo de la Miel.

No es amor lo que uno busca en Tinder, pero tampoco perder la esencia de lo que somos. Amar también es coyuntura. Pero qué hay más humano que la curiosidad, el vértigo o el placer. Qué hay más humano que compartir café con desconocidos. Todos nos enamorábamos del alumno nuevo en el instituto. No conocerlo de nada, imaginar su voz, su cadera futura. Era más bello por incierto que por bello. Cuáles serían sus gustos. Su olor. Imaginar su habitación. Tratar de adivinar sus grupos preferidos. Qué cinta dormía en su walkman.

“No hace falta ser atleta para, en un momento dado, pegar una carrera”, les dije. Nadie en la mesa me entendió. Intenté explicarlo, como se explican los chistes, fracasadamente, sin convencimiento, con hastío. “No hablo de amor, de matrimonios futuros, no usé Tinder para enterrar la primera piedra de un rascacielos. Tinder es un rato. Y luego otro rato. Y luego, quizá, otro rato. Carrerillas. Pequeños acelerones en días aburridos y lentos…”, seguí. “Follar, vamos”, me interrumpió ella. “Por supuesto que no”, conteste con sinceridad. Apurando el salmorejo. Pidiendo más cerveza. Palpándome el móvil en el bolsillo como un pistolero que acaricia su revólver segundos antes de morir.

Pasa con los usuarios de Tinder lo mismo que con los espectadores del Sálvame, que de lejos parecen gente extraña. Pero hay de todo. Pensar mal es como jugar a los dardos borrachos. Acertar será una cuestión de azar. Me inquietan más los espectadores de Página Dos que los de Jorge Javier Vázquez. Como los que me decían: “No te pega que te guste el fútbol”. Lo que están diciendo es que no tienes cabida en sus prejuicios. Que no puedes ser como eres porque siendo así su etiquetado se queda corto. Tinder está lleno de gente normal y ahí está su misterio. Las personas normales son astronautas para los que lo tienen todo claro. El que no duda entiende el mundo de un solo vistazo. Dios me libre de las certezas.

Tinder funciona sencillo. Un puñado de fotos, un par de aficiones, y lanzarse al mundo. Tú eliges quién te gusta, alguien te elige a ti, y si coincidís, podéis chatear. Primero son conversaciones estandarizadas, que pueden ir ganando en profundidad. Cuando hay certeza de que al otro lado hay alguien medio sensato, se queda por ahí en un bar. Y luego ya funciona todo con la misma cotidianidad que en la época pre-internet. Jajas y jijis. Nada distinto a aquellos cafés en el Soul, cuando tenía 21 años. Nada distinto a quedar a comer con una compañera de trabajo. Nada distinto a lanzarse miradas en la biblioteca de Derecho. Nada distinto a aparearse sin medida. Antes de que el mundo fuera mundo, antes de la literatura, del balón y del Windows, ahí andábamos entre cráteres, quedando, follando y amando.

“Hay una guerra civil en Córdoba. Una guerra civil invisible, pero cuyas consecuencias aún no podemos ni imaginar”, dije. “Hay familias enteras rotas por este tema”, añadí, doblando la servilleta sobre la mesa. “Berenjenas fritas con o sin miel. Ahí está la grieta de nuestra convivencia”. Ella entendió la broma como una tregua. Intenté sonreír para no darle mayor importancia a lo de antes.

Terminamos la cena en paz. Con la edad he aprendido a no querer tener razón. Escuchar es un verbo maravilloso, pero sudacoñear es un verbo aún más bonito. Allá cada cual en su trinchera. Disparo al aire sólo para que no se me oxiden las balas. Cierto que vivimos estos tiempos con urgencia. Cierto que la soledad pesa más que antes, porque ahora la realidad nos exige estar conectados. Cierto que de tanto querer follar uno olvida a veces la pausa y hasta la conversación. Cierto que el amor surge en cualquier parte. Que para empotrar, hay que saber hablar. Que para gustar, hay que saber gustar. Que hoy pensamos así y mañana quién sabe a qué amenaza tendremos que enfrentarnos. En la foto cincuenta todos somos guapos, pero a la segunda frase ya se nos nota de qué pie cojeamos. “Siempre hay un roto para un descosido”, dice mi madre. Que nadie se quede sin su beso de despedida. Sin su abrazo en la butaca. Sin su “¿subimos?” en el portal. El amor en los tiempos del Tinder. Sonaba bien hace unos años. Si saltaba el match, un cosquilleo te recorría la tráquea. Como el pitido de un árbitro que da comienzo al partido.

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