Cataluña (II)
Fue en un tiempo oscuro, no hace mucho. Yo intentaba ayudar a un familiar hospitalizado, que permanecía en estado grave. En la otra cama otro enfermo y otro familiar. La enfermedad de los pacientes no les permitía expresarse más allá del quejido y empezamos a hablar por romper el maldito silencio. El tipo era catalán. Pronto advertí que era extremadamente educado, amable y culto, de esos con los que gusta encontrarte porque sabes que vas a sacar mucho de la comunicación. Un hombre de esos que habla de lo que sabe y escucha cuando no sabe. Tuve la sensación de que él también se sentía a gusto, porque hablamos de lo divino y de lo humano, utilizando este lugar común textualmente, como si nos conociéramos de toda la vida aunque nada sabíamos el uno del otro.
Salió también, como no podía ser de otra manera, el ahora tan de moda tema del independentismo catalán. Él no lo tenía del todo claro, pero en ese batiburrillo de ideas que era su cabeza, le sonaba mejor una Cataluña independiente que ligada a la aburrida España. No fue una batalla —como siempre ocurre cuando el tema en cuestión no es crucial para los hablantes—, sino una buena conversación. Llegamos a muchos puntos de unión: la falta de tradición histórica como nación, la falacia de la relación pobre-rico, la estupidez de levantar fronteras...y también a cuestiones en las que fue imposible llegar a nexos. Yo critiqué duramente el sistema de educación catalán, desde la tergiversación de la historia en los libros de texto hasta la lucha frontal contra el castellano. En algunos casos (ver imagen), todo un lavado de cerebro a los más jóvenes. Él argumentó: “Ustedes han de entender que los niños estudien el castellano como sus niños estudian el inglés. Como un idioma secundario, puesto que nuestra lengua madre es el catalán”. Yo no entendía cómo un tipo tan sobresaliente, consideraba como una banalidad que su pueblo siguiera siendo, por los siglos de los siglos, bilingüe. No creo que haya manera más estúpida de hacer patria que rompiendo tu propia cultura, aniquilando una herramienta tan útil como un idioma hablado por miles de millones de personas en el mundo. Es como si los nos ponemos a destruir las presas por el mero hecho de que las construyó Franco. Se quedó pensativo cuando le dije que me encantaría que nuestros nietos se entendieran tan bien como nosotros lo estábamos haciendo, y sin necesidad de intérpretes.
Los catalanes deben decidir su futuro y el resto del país no debe temer su elección. Miedoso y celoso, el estado parece el novio a punto de ser despechado en vez de estar ilusionado por el nuevo camino, que seguro traerá grandes oportunidades. Hay que hacerse valer: si Cataluña presume de lo que ha aportado a España, el feedback no ha sido pobre ni mucho menos. ¿Cómo sería Cataluña ahora sin aquellos Juegos Olímpicos en los que se volcó toda España? Todos hemos salido ganando hasta el día de hoy con esta relación.
Es imposible luchar contra los sentimientos, tanto de un color como de otro. Los catalanes deberían decidir desde la tierra y no en la burbuja imaginaria creada por los delirios de grandeza de algunos. Cataluña jamás ha sido la locomotora del país, por mucho que se empeñen en decirlo mil veces desde la caverna política nacionalista. Estoy seguro de que el resto de España añorará más la cultura catalana, que su teórico dinero. Mi sensación es que ambos íbamos a perder más de lo que ganaríamos y, quizá por eso, la secesión sería contraproducente para ambos. Vamos a ver si nos entendemos, como yo me entendí con el catalán en aquella lúgubre habitación de hospital. Si no, que cojan la puerta y se vayan.
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