La banalización del mal
Hannah Arendt lo llamó “la banalización del mal”. Se refería a la fórmula mágica ideada por los nazis para imponer su orden planificando millones de asesinatos desde detrás de un escritorio. Y casi cumpliendo el horario de oficina. De ocho a tres. Sin dramatismos. De esta forma, en los años treinta y cuarenta, dentro del caos natural que suponía la empresa, los campos de exterminio alemanes trataron de regirse -no siempre con éxito- por unas pautas. Un sistema. Un orden. Había que organizar las deportaciones, los transportes, calcular el combustible, las balas, las dosis de gas. Y registrarlo todo. Apuntar cada cifra. Y hacer que todos los rostros, las vidas y las historias personales se convirtiesen en números antes que en humo. Solo así se podía seguir matando.
Es cierto que los nazis fueron únicos. Pero, en general, todos los sistemas represivos que se precien, independientemente de su ideología y agresividad, buscan ese nivel mínimo de organización. Si exceptuamos momentos concretos de la historia en el que el terror irracional se impone (Ruanda en el 94 y el 95, por ejemplo), se tiende siempre a hallar una escala jerárquica que dé sentido a los ejecutores.
Ello también implica que los verdugos se desliguen de sus víctimas hasta un punto en que la despersonalización de las mismas sea total. Un objeto más de su trabajo. Una cosa. En el documental Estadio Nacional (Carmen Luz Parot, 2001), una víctima de la primera represión de la dictadura chilena en 1973 contaba su experiencia en los vestuarios del velódromo de Santiago, convenientemente reconvertido en cámara de torturas. “Vi a un médico. Era el que nos evaluaba para saber si nos podían seguir torturando o no. Le vi a través de la venda. Y hablando con otro, le decía: 'Vamos a darle un repaso rápido a este gallo, porque a las cinco y veinte me está esperando mi señora para ir al cine Rex a ver El Padrino'. Así que me pegaba hasta las cinco y cuarto, entonces partía y, cinco minutos más tarde, estaba con su mujer listo para ver la película”.
Pasadas las horas, tras un descanso, el funcionario de turno volvería a fichar (está demostrado que en campos de detención ilegal del Cono Sur, como en Brasil o Argentina, algunos de los militares y policías encargados de los interrogatorios registraban sus horas de servicio como cualquier obrero en una fábrica) y retornaba a sus labores, centradas en mismo el prisionero que dejó atrás y que seguía atado al catre metálico, conectado a una máquina que calibraba el voltaje que recibiría. Y al lado de la picana, una ficha con el nombre, el número y los datos básicos del torturado. Un escritorio. Una Olivetti. Un reloj. Un teléfono. En definitiva, una oficina.
La banalización del mal. La normalidad del terror. La única forma de hacerlo digerible, no sólo para muchos de los verdugos, sino para los tecnócratas chupatintas que se esconden detrás, es convertirlo en una cotidianidad tan aceptable que te permita matar y abrazar a tu esposa; asesinar y darle un beso a tus hijos. Exterminar y seguir viviendo.
Igual que en el caso de Adolf Eichman, el asesino de estilográfica que organizó desde su escritorio -con foto enmarcada de su esposa e hijos a un lado- los trenes con rumbo a las cámaras de gas. Arendt siguió el juicio contra él en Jerusalén en 1961. El proceso contra el SS acabó con los huesos del nazi pendiendo de una soga -lo que merecería otro artículo...- pero también sirvió para que la filósofa acuñase un término de éxito que desveló uno de los funcionamientos básicos del ser humano: su capacidad racional para hacer daño sistemático sin perder el juicio.
Hace dos semanas entrevisté en CORDÓPOLIS a Enrique Aguilar Benítez de Lugo. Exvicerector de la Universidad de Córdoba, catedrático de Fisiología. Médico. Y torturado en las oficinas franquistas de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. No hablamos de Hannah Arendt, pero su sombra sobrevoló, de alguna forma, el patio en el que conversamos. Antonio González Pacheco, conocido por Billy el Niño, fue el policía encargado de dirigir sus interrogatorios. La jueza argentina María Servini ordenó hace poco menos de un mes la busca y captura de este expolicía de la Brigada Político Social para interrogarle por los delitos de la dictadura. Aguilar definió a Billy el Niño como “un gran policía de la dictadura”. El médico contaba que Billy el Niño “cumplía su propósito de no dejar títere con cabeza sin importarle horarios ni jornadas de vacaciones ni dormir o no dormir. Era un experto y con dedicación exclusiva”.
El bestiario de los represores es amplio. Pacheco pertenece a ese apartado de los psicópatas que se dedican en cuerpo y alma a su oficio de maltratar; entregados a la pulsión de la violencia con un placer casi erótico. Pero aun entendiendo que sus puñetazos y patadas eran vocacionales, su actuación se regía -aunque sea de forma remota- por unos parámetros, unas estadísticas y unos objetivos. Y todo era perfectamente cabal dentro del universo que el sistema político de entonces había ideado. Billy el Niño era una pieza clave -otra más, en realidad- para que el engranaje de la normalización del horror siguiese funcionado. Unas ruedas dentadas cuyo encaje trataba de perpetuar un sistema basado tanto en la expansión del miedo, como en la banalización del mal.
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