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¿Qué comen los padres?

Mar Rodríguez Vacas

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No hace mucho, leí en mi TL ('time line' de Twitter) la frase de un reciente papá que mentaba a un clásico refrán español que reza: “Cuando seas padre, comerás huevos”. Y me dio para pensar un buen rato y, cómo no, para escribir un post en el que comentar mis conclusiones a tanto devaneo de sesos.

La oración en sí la he escuchado toda mi vida. Las primeras veces, cuando mi hermano, de pequeño, se quería sentar en el sillón en el que siempre comía mi padre y mi tía le decía: “Levántate de ahí, que tu padre está a punto de llegar”. “Es que me gusta este sillón”, le espetaba mi hermano. Y mi tía sentenciaba: “Cuando seas padre, comerás huevos”. Y yo, que presenciaba a diario la conversación (siempre la misma, de ahí que la recuerde tanto), entendía que SÓLO cuando él fuera padre, podría sentarse en el sillón que quisiese. Más adelante comprendí que quizá mi tía quería decir que cuando fuera padre, mandaría en todo.

Pero no me cuadraba... Además, mi padre nunca reivindicó ese sillón. Yo seguía escuchando el refrán y continuaba pensando y pensando en los privilegios que tenía aquello de ser padre. Los años pasaron y... No me toméis como una freak porque la frase de marras ya se fue de mi cabeza. Sólo que el otro día, al volver a leerla y venir a mí tantos recuerdos, regresé a mis pensamientos vehementes sobre los huevos que se comen los padres. Y, ¿sabéis qué? Pues que esos huevos, a veces, no están nada buenos o, al menos, no tanto como prometían.

Los que mandan en tu vida cuando eres padre (o madre, se entiende) son los hijos. Tú sólo haces lo que ellos quieren en todo momento y adaptas tu vida a sus gustos, preferencias, necesidades y horarios. Y encima, te tragas sus rabietas, enfermedades, noches en vela, llantos... Y no. No estoy pesimista. Es que simplemente, la frasecita se las trae y, además, en los tiempos que corren, está absolutamente denostada y pasada de moda.

Ya os he hablado en un post sobre la rebeldía de mi hijo mayor. No me quiero repetir pero, este asunto, igual que el niño, también evoluciona. Sois muchos los que insistís en que el pequeño es muy bueno. Lo es, no lo niego. Pero el tío engaña tela. Es noble, pero en casa se transforma en monstruito y el suelo se convierte en su hábitat preferido; su vocabulario se reduce a 'tonta/o', 'quiero/dame eso', 'que te pego', etcétera. Y, por supuesto, todo a voces. La calle es su bálsamo. La calle es mi bálsamo... Sabéis de lo que os hablo, ¿verdad?

¿Que antes eran los padres los que se comían los huevos? Pues ahora son los hijos. Por lo menos a las edades de los míos, aunque espero que la ecuación se invierta de aquí a unos años, más que nada para no terminar criando a un par de macarrillas. Mi único consuelo, que los papás somos los que nos llevamos la peor parte. El niño es un primor con abuelos (aunque con ellos, a veces, también se toma demasiadas confianzas), tíos, primos, amigos y 'profes' del 'cole'. ¡Ay! Si es que tengo en casa todo un hombrecito (juas juas). Y ya en serio. No penséis mal, que estamos más que encantados con él porque... ¡Qué os voy a contar yo que soy su madre! Pero es que la vida se me vuelve de color rosa cuando lo veo sonreirme y, gracias a Dios, eso también lo hace todos los días.

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