Una de romanos
Si algo bueno trajo a esta España nuestra la economía de burbuja, fue el prodigioso avance de esa cosa del pelotasismo nacional. De aquellos gloriosos tiempos, nos ha quedado la herencia de saber a ciencia cierta cuáles son los pilares de la economía estatal, a la sazón, la venta de ladrillo cocido, y el aumento del ratio de pernotasiones que cada villorrio debe tener. De la mezcla entre lo primero y segundo, con el rebufo del Guggenheim bilbaíno, cada ciudad quiso tener su particular revulsivo arquitectónico con que superar aquel absurdo milenarismo turístico que le entró a todo el país, ansiando reactivar la economía nacional mediante el dudoso arte de la venta de gastronomía local a precio de cojón de gorila.
De este modo, la ecuación que incluía a los asalariados del mundo, el negocio de moverlos de un sitio a otro a costa de las normales singularidades, y el cobrarles por consumir localismos, se convirtió en la perfecta razón económica con que introducir a la España de Naranjito en pleno club del G-8 mundial. Una relación matemática que aún hoy nuestros próceres siguen estimulando, a pesar de los continuos golpes con que siguen vapuleando a la historia y al patrimonio artístico de sus reinados.
Da igual que en los buenos tiempos se arrasasen las piedras que desnivelaban la cuenta de resultados de las constructoras. Eliminar la piedra para poner el ladrillo. Ese era el negocio. La cultura, en los libros, como recuerdo perezoso con que envolver la tapa de salmorejo. Lo que importaba, lo que importa, es el fomento de la impostura con que hacer caja. Lo demuestra el denostado esfuerzo con que una parte del poder local hace por olvidar el pasado musulmán de esta ciudad, como si el turbante fuese la fuente de contagio del pretendido medievo con que nos dibujan el islam. Aquello nunca existió, y si existió, eran pocos y cobardes. Que el único escenario con que nos recuerda la cartografía histórica pase a mejor vida.
Así se entiende que en los últimos años se haya dado un generoso salto en la historia para rescatar el pasado romano de la ciudad. El hecho, de por sí, no es malo, pero escama que nadie en esta ciudad, o casi nadie, tenga una imagen clara de la trama urbana musulmana, y sí, y mucho, de ubicar el Templo, el Anfiteatro, el Circo, y hasta el lupanar en que Claudio Marcelo alegraba el bajo-vientre. Entiendo así el cambio del Mercado Pastiche. El medieval nos acercaba a África, el romano a Europa. Una gilipollezca relación que seguro pasa hoy día por la cabeza de muchos. Pero uno y otro no son más que reflejo de lo mismo, el disfraz con que camuflar las carencias de la ciudad de hoy, un estilo, el romano, que sirve de referente para las magnas construcciones que se siguen fomentando. Acabará cayendo, esperemos que por su propio peso, el regalito del Centro de Convenciones, como una Torre Eiffel de tercera regional, que haga sombra al Hexágono varado junto al Guadalquivir, el Centro de Creación Contemporánea, que sirvan de aparcamiento para las flotas de autobuses que vengan a visitar este particular chiste de romanos.
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