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La noticia que algún día, alguien dará

Carlos Puentes

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Una de las cosas que más me fascinan de mis vecinos cordobeses, es su absoluta incapacidad para entender el Guadalquivir como un ente dinámico, vivo, y no sólo en lo referente a la población de su cauce y ribera. Se tiende a hablar con absoluta ligereza de las intervenciones que el río necesita para convertirlo en un atractivo de primer nivel, sin querer hacer el mínimo esfuerzo por entender su propio lenguaje. Ligamos lo que hoy entendemos por desarrollo a la cirugía invasiva con que políticos de todo pelaje, y plumillas locales con evidentes intereses personales, pretenden intervenir en el cauce del río y domesticar lo indomesticable.

Ejemplo claro de esta equivocada visión lo constituye el retrato vivo que reposa bajo las tierras del Arenal. Les hablo del murallón de San Julián, un lienzo de muralla de contención, que quedó a la vista tras la reciente intervención en el Balcón del Guadalquivir. Si pasean por la zona del puente del Arenal, en la orilla norte, podrán observar los restos de un lienzo de muralla, que Enrique León atribuyó al murallón de San Julián en 2.002 (1), en referencia a la crónica escrita de Ramírez de Arellano.

Lo curioso de este muro de contención, o al menos lo que pretendo resaltar para la correcta comprensión del mensaje que pretendo trasladarles, queda en el sentido de las aguas que dicho muro pretendía contener. Y es que les hablo de muro de contención, y no de canalización, porque dicho muro servía de dique al Campo de la Verdad a mediados del S. XVI, cuando fue construido. Es decir, que el Guadalquivir, esa postal que entendemos por estática, encauzaba sus aguas al otro lado del muro de San Julián, justo donde hoy se asienta el puto avioncito y la calle del Infierno. ¿Y cuándo dio el “salto” el río? Pues según el propio Enrique León, en 1.876, es decir, hace escasamente 137 años.

¿Entienden lo que pretendo decirles? No es casual, desde luego, la migración del río en esta zona del municipio es especialmente dinámica, como demuestra el tremendo desnivel que llega a darse entre el límite de la campiña y el propio río. Y es aquí donde quería llegar. Una semana más, me desligo de mis obligaciones meteorológicas, azotado por la actualidad informativa, en este caso local, que nos habla de intervenciones urbanísticas allí donde no debería haberlas. Ayer, a colación del reciente anuncio de la lluvia de millones y de empleo que nos va a traer uno de esos originales juegos malabares del pelotasismo local, me acordé de una de las más recientes atrocidades que se han acometido en el territorio cordobés, y no, no les hablo de la Colecor, les hablo del Cortijo de la Salina.

Hace no mucho, alguien del mundo de la hostelería cordobesa, tuvo la genial ocurrencia de hacerse un complejo hotelero rústico de la muerte, en el antiguo Cortijo de la Salina, justito encima del escarpe a que hacía mención anteriormente, en la Campiña al otro lado del río. La ampliación del cortijo, de la que no entraré a valorar su legalidad por desconocimiento absoluto de la norma urbanística, sí que incumple todas las normas del más elemental sentido común y de ordenación territorial, respeto a los márgenes fluviales, y protección y restauración paisajística de la Campiña.

Veamos, el edificio edáfico sobre el que se asienta la cosa, corresponde a lo que en edafología se conoce como vertisol, un tipo de suelo bien desarrollado caracterizado por su alto contenido en margas y arcillas, lo que traducido al castellano resulta en un suelo asqueroso muy favorable a su erosionabilidad. El talud que le precede, un escarpe de unos 30 metros de altura desde la base del río hasta el límite de la campiña, es evidente zona de migración del Guadalquivir. Es decir, una mezcla explosiva, que en años de abundante precipitación, tiende a provocar potentes desprendimientos del edificio principal de la colina que el propio río ha ido comiéndose en los últimos 1.000 años.

Blanco y en botella. Una fácil lectura geomorfológica que debería haber detenido más de una firma involucrada en el levantamiento de otro atentado más a nuestro patrimonio natural y a la racionalidad más elemental. Dos hechos recientes para legos en la materia deberían haber bastado, el uno, la absoluta ausencia de vegetación que se deriva de la extraordinaria pendiente que presenta el talud, sinónimo de frecuentes derrumbes parciales que se precipitan hasta el lecho fluvial. La dos, el inmediato derrumbe que dejó a la vista una enorme cárcava durante uno de los años hidrológicos más intensos que se recuerdan, el de 2.010, que coincidió, para más inri, con el levantamiento de la cosa. Ambos hechos constatables en cualquier sistema de fotografía aérea, junto a la vaga aparición de guías de futuras cárcavas que el inevitable viaje del agua acabará construyendo repentinamente por efecto de la acción erosiva. Un futuro escrito en el lenguaje de la naturaleza, que más tarde o más temprano, se acabará por cumplir.

(1) LEÓN PASTOR, E., (2005), “El murallón de san Julián. Síntesis arqueológica del Guadalquivir y su curso fluvial a su paso por Córdoba”, Anales de Arqueología Cordobesa 16

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