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'My hometown'

Redacción Cordópolis

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The Immigrant (James Gray, 2013)

Hay muchas cosas interesantes en el cine de James Gray, pero probablemente una de las que encuentro más cautivadoras es su sentido de pertenencia: pertenecer a algo, formar parte de algo, venir de algún sitio, estar unido a este o aquel grupo con todo su bagaje cultural, religioso, étnico, social, etc. Cinematográfica y literariamente fértil, y dramáticamente interesante desde el punto de vista de los personajes, esa pertenencia no es únicamente positiva, y aunque es cierto que poseer unas raíces te ancla y te hace sentir parte de algo mucho más grande y más importante que tú mismo, también puede someterte y esclavizarte a ese mismo algo, llámese este familia, patria, credo, raza, etc. De esa tensión dialéctica Gray ha sacado a lo largo de su carrera auténtico petróleo.

Ese sentido de pertenencia lo sitúa en las antípodas de esos otros directores, que desgraciadamente hoy son legión, cuyas criaturas han nacido directamente en una de las muchas probetas del laboratorio industrial  neoliberal: personajes, entornos, backgrounds, etc., que proceden directamente del manual del guionista aplicado versión 2.0 y pueden ser trasladados de Alaska a Hawái, del siglo XIV al XXV, del fundamentalismo religioso al agnosticismo sin que cambie absolutamente nada en ellos, porque en el fondo son tan sólo hologramas.

En The Immigrant el sentido de pertenencia se hace fuerte y con él la tensión dialéctica entre la inclusión y la exclusión. Primero la inclusión cinematográfica: la última película de Gray puede decirse que nace de alguien que ha decidido tirar del hilo e inventarse una historia completamente nueva a partir de dos o tres momentos fijados en la memoria tras el, suponemos lejano, visionado de El Padrino II (The Godfather II, Francis Ford Coppola, 1974): la llegada del pequeño Vito Corleone a la isla de Ellis, momentos familiares del joven Vito con su esposa y sus hijos pequeños en su modesto apartamento, los exteriores de la calle de Manhattan donde vive Vito o el vodevil al que asiste con su amigo Clemenza y donde se encuentra por primera vez con el personaje de Don Fanucci. Todos ellos, instantes pertenecientes al bloque neoyorquino del legendario personaje interpretado por Robert de Niro; y que sin duda han jugado un papel fundamental en la decisión de que Darius Khondji filme The Immigrant con una parecida dominante ambarina-marrón, muy similar a la que patentó Gordon Willis [director de fotografía al que siempre ha admirado Gray, y al que ya se acercó a través del malogrado Harris Savides en La otra cara del crimen (The Yards, 2000)] para todas las secuencias de época de El Padrino II. Ese sentido de inclusión vuelve a conectar a Gray con el cine norteamericano de los 70 (Coppola y Lumet) pero también con la relectura que este hizo de sus clásicos, así, el dibujo del personaje de Joaquin Phoenix no está tan alejado del de Marlon Brando en La ley del silencio (On the waterfront, Elia Kazan, 1954).

Pero esa inclusión cinematográfica se tensiona con su contrario: la actual orfandad de Gray en el cine norteamericano -la industria y la crítica de su país no han dejado de ningunearlo desde sus inicios- y su evidente conexión europea; explicable no sólo por la certidumbre de que aquí es un cineasta apreciado y valorado, sino por la tremenda influencia en su obra de Dostoievski -aunque nacido en Norteamérica, Gray es de ascendencia judío rusa-, más apreciable si cabe en sus dos últimas obras -probablemente vía Ric Menello, su coguionista desde Two lovers (2008)-, y que elige el camino de mayor resistencia, eludiendo siempre las simplificaciones y facilidades a la hora de construir un personaje o rodar una escena. A todo ello podríamos añadir el tenebrismo que emana de muchos de los encuadres de The Immigrant, con los actores entrando y saliendo de bloques de oscuridad total (cfr. la confesión del personaje de Marion Cotillard), o la abundancia de planos a través de cristales y puertas, que dan una imagen distorsionada y engañosa de la verdadera naturaleza de los personajes y sus acciones, sin que por ello nos atrevamos aún a decir con la boca grande que Gray está abandonando a Coppola y a Lumet para avanzar en la dirección de Sternberg y Fassbinder.

En el plano puramente argumental, la última película de James Gray juega a fondo esa baza, con resultados deslumbrantes, entre pertenencia y exclusión, adentrándose por la vía del desgarro emocional que la exclusión forzada provoca en el personaje protagonista y que el anhelo de pertenencia, a través del amor, provoca en el de Phoenix. La historia es simple: Ewa (Marion Cotillard), una joven mujer polaca, llega a Nueva York con su hermana Magda a principios del siglo XX, huyendo de la violencia de su país. En la isla de Ellis, paso obligado para los navíos cargados de inmigrantes, Magda es diagnosticada de tuberculosis y retenida hasta que pase la cuarentena. Ewa, sola y desamparada (sus tíos polacos, que llevan un tiempo viviendo en Norteamericana, no han hecho acto de presencia a su llegada) va a ser deportada, pero se salva gracias a la aparición in extremis de Bruno (Joaquin Phoenix), aparentemente un hombre encantador, que finalmente resulta ser un proxeneta. Ewa, necesitada de dinero para poder pagarle las medicinas a su hermana, decide ceder a las proposiciones de Bruno.

Un nuevo acercamiento a esa reducida sinopsis nos dará muchas más pistas: Ewa llega a Estados Unidos acompañada únicamente por sus raíces polacas y lo que resta de su familia -su hermana-. Separada de esta, y olvidada por sus tíos, queda a merced de quienes viven inmersos en la cultura norteamericana, dirigida por el dinero y los negocios. En el caso del personaje de Bruno y su primo (figura secundaria que jugará un papel crucial en el desarrollo de la historia, y al que da vida Jeremy Renner), los negocios son los del mundo del espectáculo (el primero es maestro de ceremonias en un espectáculo de vodevil, que reutiliza a las mismas chicas a las que chulea; y su primo se dedica a la magia y la prestidigitación) que en realidad es tan sólo una tapadera para ese otro mundo de la prostitución. Ewa no quiere dejar de ser quien es y no quiere perder sus raíces, por lo tanto jugará, a su pesar, a formar parte de la cultura en la que vive -actuará en el vodevil y se prostituirá- pero sólo como medio para pagar el tratamiento médico de su hermana y para seguir manteniendo unido el núcleo familiar, polaco y católico, al cual ella realmente pertenece. En el otro extremo, el proxeneta empresario y su primo, emigrantes judíos, carecen del factor aglutinador de la familia -de hecho viven enfrentados- y sirven a los códigos y leyes del país de adopción: el dinero y la explotación. Ese mismo nuevo mundo ha asimilado también a los tíos polacos de Ewa (al menos a él, la tía parece en realidad más sometida por la sumisión y obediencia debidas al cabeza de familia, según marca la tradición), de ahí, que el tío de la protagonista decida en una escena denunciarla a la policía cuando ésta busca refugio en su casa huyendo de Bruno; no quiere ver su negocio perjudicado por la mala reputación de su sobrina. Es decir, antepone negocios y país de adopción a familia y país de nacimiento.

El conflicto, el drama, la tragedia, se van cargando a medida que ese triángulo, formado por Ewa, Bruno y su primo, comienza a dejar de responder a las expectativas creadas por su apariencia y sus primeros actos, rebelándose a los corsés con los que la escritura clásica habría intentado someterlo e imponiéndose a las expectativas que los espectadores más perezosos habrían depositado en él. La fuerza de Gray es que consigue que ninguno de sus personajes deje de ser lo que es y sin embargo se asomen a un abismo (especialmente Phoenix, que vuelve a entregar otra de esas interpretaciones suicida marca de la casa), que al final de la película les habrá enseñado algo inolvidable a lo largo de su periplo juntos. La última secuencia, de vuelta a la isla de Ellis para cerrar el círculo, no deja de ser otra vuelta de tuerca, realista, cruel y amarga, a la historia de la bella y la bestia, filmada con un nivel de desgarro, brutalidad -sin que esa brutalidad tenga nada que ver con la explicitud de la crueldad y la impudicia sino, por el contrario, con la exposición desnuda de los sentimientos más dolorosos, secretos e íntimos- y belleza sólo al alcance de un cineasta en verdadero estado de gracia que aún, con todo en contra, cree en la redención de sus criaturas. En un largo plano fijo, que juega con una  ventana y un espejo para hacerlos trabajar como una lente bifocal o una split-screen, Gray filma el anverso y el reverso, el ying y el yang que sostiene y nutre The Immigrant y, porqué no, toda su obra: tener un padre, venir de algún sitio, formar parte de algo versus ser un huérfano, no venir de ninguna parte, no pertenecer a nada.

The Immigrant pudo verse en la Sección Oficial del Festival de Cannes y en la X edición del Sevilla Festival de Cine Europeo (SEFF), celebrado en la ciudad del 8 al 16 de Noviembre de 2013.

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