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Sálvame

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Paco Merino

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Los cordobesistas ya lo tienen asumido. La historia de su equipo es una sucesión de meteduras de pata y oportunidades perdidas, un sinvivir en el que los planes siempre se rompen y los éxitos llegan como fruto de la improvisación o la casualidad. Esta temporada toca crisis global. No sale nada en ninguna parte. La junta de accionistas ha sido el más reciente episodio de un serial multigénero, que pendula entre Los bingueros de Pajares y Esteso y la última entrega de Black Mirror. En medio “cabe todo”, una expresión que repitió varias veces el presidente, Jesús León, en su descarnada exposición de argumentos ante la casi veintena de accionistas acreditados y la batería de periodistas que tomaban nota al final de la sala ateridos de frío y apiñados como en una trinchera de Stalingrado. En efecto, en el Córdoba cabe todo y siempre un poco más. León hizo un retrato optimista del desastre y todo el mundo se fue con la misma cara con la que entró. Como si no hubiera pasado nada. Como si lo normal fuera esto.

En efecto, todo será distinto cuando el Córdoba gane una cantidad de partidos decente y pueda salir de la zona de descenso en la que lleva viviendo en todas las jornadas -excepto tres- desde enero del año pasado. Nadie habla de jugar mejor o peor, de estética, de estilo ni de filosofía. Cincuenta puntos y a celebrar la vida perra. Todo será distinto cuando el Córdoba pague a propios y a ajenos, cuando pueda ampliar su límite salarial para reforzar la plantilla, cuando se quite de encima la amenaza de que le desahucien de la Ciudad Deportiva, cuando tenga una cesión municipal de El Arcángel, cuando logre algún beneficio de la operación Guardiola, cuando culmine (o no) el proceso de compraventa con Carlos González, cuando pueda vender a sus mejores futbolistas para salir de su parálisis, cuando empiece a cuadrar los números de unas cuentas que son espantosas y que podrían ser incluso peores. Mientras tanto, la realidad es la que es.

“¿Quién se pone en mi lugar?”, suele decir Jesús León a propósito de su situación en medio de un campo minado. Si nadie lo hizo cuando el negocio tenía buena pinta, no le resultará difícil imaginar que ahora no lo va a hacer nadie. Al menos, ningún paisano. El Córdoba, que históricamente siempre fue un juguete en manos de sus rectores y una carta maestra en sus relaciones -amables, distantes o sórdidas, siempre interesadas- con los políticos, está pasando seguramente por el momento más crítico de su historia. Los más veteranos -bastantes de los accionistas minoritarios, un grupo donde hay algunos a los que les preocupan cuestiones de más largo alcance que el barro de los accesos al estadio, las promociones de entradas baratas o lo que se gasta en el equipo femenino- recordarán cómo en Tercera División, tocando fondo a mediados de los ochenta del pasado siglo, el Córdoba hizo fichajes y convirtió su infierno en una fiesta. Ésa es su especialidad. Cuando todos esperan lo peor, los servicios mínimos parecen una hazaña. El Córdoba ha sido un ente inmortal. Estos tiempos ponen a prueba ese rango.

Porque, con mayor o menor suerte o acierto, el Córdoba siempre ha sido el gestor directo de su desgracia. Ya no. Ahora no es el piloto de su propio destino. Su vida es un tétrico sudoku, un laberinto en el que se le acumulan factores de riesgo y se mueve al ritmo que le marcan. No hay peor dolor que saber que por más que uno haga, la resolución está en manos ajenas. Hoy, el Córdoba está a expensas de asuntos como las conversaciones entre dos clubes por negociar con un futbolista que ¡es suyo! o por el pie con que se levanten algunos en varios despachos de Madrid. Nadie pone en duda las horas de dedicación, los desvelos y los sacrificios que empujan a uno a irse hasta Ucrania para meterse en un zulo a buscar una milagrosa operación económica con los esfínteres apretados y recuerdos de alguna película de Tarantino en la cabeza. Llegan meses de zozobra. Lo mejor que le puede pasar al Córdoba es que, si logra sobrevivir a todo esto, lo asimile como la lección definitiva.

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