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Comenzando

Un camino por recorrer

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Se asoma ya, circular, septiembre para reiniciar otro año judicial, otro curso escolar, otra nueva cosecha, otro periodo laboral. Fin de temporada para los amantes de lo ajeno. Nacimiento de algo nuevo y repetido. Incierto y conocido.

Se abre paso así otro cálido otoño y comienzan a hacer su agosto los vendedores de un positivismo inane y superficial sustentado en palabras amables con las que sentirnos arropados en las noches cada vez más frescas. Palabras de las que, en apariencia, es difícil discrepar. Palabras como esperanza. Esa misma que nos invita a sentarnos junto al camino y permanecer quietos hasta que pase el temporal y las cosas mejoren o, al menos, no empeoren: virgencita que me quede como estoy.

Sin embargo, como dijo el poeta, al porvenir lo llaman así porque nunca viene. Y la esperanza se torna en un apacible fraude en el que, bajando los brazos, nos resignamos a aceptar el estado de cosas vigente, adormecidos con el deseo tramposo de que algo o alguien las mejorará —o las dejará como están, sin estropearlas aún más— por virtud de una enigmática y bondadosa providencia a la que hemos de estarle agradecidos.

La esperanza es lo último que se pierde. Como si fuera un patrimonio inembargable del que sentirnos orgullosos. Sin embargo, conviene recordar que en el mito de la Caja de Pandora se cuenta que en la célebre alforja de la primera mujer modelada por Hefesto —ay, esa manía de colocar a las mujeres en papeles subalternos— se encerraban todos los males, de tal modo que, una vez abierta por el impulsivo Epimeteo, los mismos salieron y se desperdigaron por el mundo, quedando exclusivamente la esperanza dentro de la caja. Por lo tanto, la tan celebrada esperanza, por su origen, sólo puede ser considerada como otra mal más.

La esperanza paraliza. Domestica. Lo fía todo al inesperado milagro. Se acomoda en el ala de la mariposa que aletea en la selva amazónica y que provoca la lluvia que necesitamos, a cántaros como cantaba Pablo Guerrero, aquí mismo.

En cambio, frente a la espera infundada, podemos aferrarnos a la confianza: la fe compartida, en común, con el otro (ser humano), con aquellos en quienes nos vemos reflejados y que nos rehacen y transforman con su mirada, la misma que, al tiempo, también los muda a ellos, a ellas.

La confianza se sustenta en lo que hacemos, no tanto en lo que esperamos. Cierta certeza de que podemos (re)construir(nos) y (re)comenzar(nos).

En plural.

Con los demás. Como cantaba la gran Luz, sin perder nunca mi confianza en ti.

La misma inestable seguridad que nos mueve a andar, asumiendo la incertidumbre del camino, el error más que posible al seguir cartografías que se van reescribiendo constantemente, el miedo a sufrir un daño innecesario por el mero hecho de caminar. Todo eso, sí, pero también la convicción de que nuestra condición inacabada, arrojada al mundo —el mismo del que somos parte inescindible—, nos permite desandar el trayecto que no lleva a ningún lado, elegir ante cada nueva encrucijada o seguir haciendo camino al andar por poéticos nuevos senderos que se bifurcan.

Y es que, como escribió la filósofa Hannah Arendt, si bien los humanos tenemos que morir, hemos nacido para comenzar: para (re)construir otros mundos posibles. Hemos nacido, por tanto, bajo el signo de la natalidad, la misma que se hace visible como acción política mediada por lazos de amistad. Y sonrisas contagiosas.

Confiemos. Caminemos.

Javier Vilaplana Ruiz

Abogado

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