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Cuarentena en el Iglú [día 29]

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Sergio-Manuel Tejerina-Campanero

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Ya lo decía Sr. Chinarro en la canción a la luz de dos velas “silba a la moza como el afilador”. Silbamos para decir que algo nos gusta, que alguien nos gusta, para criticar o hasta para comunicarnos entre montañas.

El poder del silbido.

Un verdadero Groenlandiers silba muy a menudo, quizás si no se sabe el estribillo o directamente porque le apetece.

El poder del silbido.

Yo nunca supe “chiflar” (expresión mucho más terrenal para los que jugábamos al trompo en la tierra del patio del colegio) y quizás eso imprime carácter. El no saber meter los dedos con forma arqueada en la boca y expulsar el aire como si se acabara el mundo, hace que busques otras formas de llamar la atención. Llamar la atención no es un estado permanente, pero es una actitud. Me gustan las personas con actitud y si son personas con actitud que silban, mucho más.

La verdad es que no me importó demasiado no tener un torrente de aire sonoro, mi sonido era más de las películas del oeste en las que Ennio Morricone nos ponía banda sonora a base de soplidos. Supongo que mis gustos se cimientan en esas soporíferas siestas después de los dibujos animados, en las que irremediablemente mi padre veía todos los western habidos y por haber, gajes de tener solo dos cadenas de televisión.

Hoy es el día en que no se chiflar, solo susurro silbidos cuando voy montado en bici, en la ducha e incluso a veces en la oficina entre montañas de papeles con el consabido “chisteo” de mi querida socia.

Me gustan los silbidos bonitos, sugerentes y cantarines. Me gusta la gente que, más que tararear, silba por la calle. Si nos encontramos por la calle y vamos silbando, nos miraremos, nos sonreiremos y seguiremos silbando cada uno nuestras canciones.

¿Silbamos?

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