Tiene vértigo el tío. Tiene miedo a las alturas. Como yo, que agarro a mi pareja de la capucha de la sudadera al borde del acantilado portugués de mis vacaciones eternas.
Tiene vértigo, y tiene huevos, que a Javier Sotomayor, al recordman de salto de altura cubano le asustara la altura. O lo que hay debajo de la altura, la “bajura”, si se puede decir así.
Sotomayor tiene un apellido precioso y preciso para enfrentarse a la ley de la gravedad; sin embargo saltó siempre con vértigo.
Pues esto, que parece paradójico, es más común de lo que parece. Ya le pasaba al portero frente al miedo al penalti que contaba el nobel Peter Handke o le está pasando a Liz Truss, que pasará a la Historia por despedir a una reina dos días antes de que sea carne de cripta.
O le puede estar pasando a Giorgia Meloni, chi lo sa, eligiendo a un gabinete de gobierno heredero de la convulsa y fascinante historia de Italia.
El vértigo son los títulos de crédito de la peli del mismo título que rodó Alfred Hitchock. Ahí está todo explicado.
Pero lo de Javier Sotomayor lo supera. Nada es comparable a un atleta emblema que llevaba la bandera de un país en continua resistencia y que vence su miedo a las alturas precisamente saltando hacía arriba. Y buscando la gloria al caer.
Es poético.
Me pregunto quién no tiene miedo a las alturas. A quién no le tiemblan las piernas en un puente, al bajar de un teleférico, al hacerse padre de familia o al declarar su amor a una persona que antes era prójima y, después, puede que también.
Sotomayor es un héroe. No por sus récords saltando el listón, sino por engañarse, por engañarnos a todos.
Por su propio vértigo. Que es el nuestro. El mío, al menos.
0