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Queso, Poder

Juan José Fernández Palomo

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El queso es la eternidad de la leche. Parece una greguería, lo sé, puede que la acuñase Ramón, del que se cumplen cincuenta años de su deceso, habrá que dedicarle un post de cuando yo no cené con él. Ya se verá.

El queso, decía, es casi una religión, una suerte de teología que nos explica, como ningún otro asunto culinario, que podemos seguir soñando con la inmortalidad.

El aceite de oliva teme a la luz, el pan se convierte en ladrillo cuando lo coloniza el aire, el vino se adhiere a la madera, se perfuma con ella y puede acabar amargándonos la existencia... El queso no. El queso es la lactancia persistente, es el camino -nunca es meta-, nunca es malo, a veces, si acaso, es raro.

El queso es, en cierta medida, memoria de la madre que es vaca, oveja, búfala o cabra. Y ausencia del padre que es derroche, caza, pesca y exterminio. Poder.

Se le achaca al general De Gaulle una boutade, propia, por otro lado, de ese galo concepto de grandeur: “No es fácil gobernar un país que produce más de 260 tipos diferentes de quesos” (cito de memoria, pero era más o menos así). Se ve que era otro preboste campechano y también le tocó gobernar y desmantelar una metrópoli mientras aceptaba la varietal láctea de sus provincias.

La misma diversidad de quesos podemos encontrar en Italia o en España. O más. Países complicados de gobernar, o divertidos, según se mire el decurso histórico desde el pasado a la perspectiva, pasando por el día a día (lo del futuro se lo dejo a los magos).

“Poder” es un verbo y un sustantivo. Es un queso. Cuando es verbo es capacidad, energía, casi esperanza.

Cuando es sustantivo se solidifica, se posa sobre una tabla, se corta con cuchillo romo y se lleva a la boca. Se disfruta. O se escupe.

El queso y el poder son postres. Palabras últimas donde las haya.

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