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Entomofagia

Juan José Fernández Palomo

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¿Sabes qué le dice un muerto al que tiene al lado?...:

Andaaaa, dame gusanitos.

Acabo de rescatar de la memoria este chiste infantil que nos contábamos en el cole y que, extrañamente, nos hacía mucha gracia. O sea, que en tiempos pretéritos pluscuamperfectos, mis compañeros y yo ya éramos pelín morbosillos.

Lo he recordado al conocer esta semana el estudio de la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, en el que se recomienda el consumo de insectos y larvas y así lo promueven desde el año 2008. Entre las razones que se esgrimen para ello está su alto valor nutritivo, rico en proteínas y grasas saludables; pero también está su potencial sostenibilidad para elaborar piensos para ganado y la de su cultivo para proteger bosques e impulsar las economías de países en vías de desarrollo.

“En 36 países de África, 29 de Asia y 23 de América latina, unos 2000 millones de personas consumen 527 clases de insectos diferentes”, apunta el informe de la FAO que pronostica que la mayoría de la humanidad consumirá insectos en el año 2050.

El hecho de comer, además de la obvia necesidad, se contamina de costumbres culturales y prejuicios: si fea es una cucaracha, mucho más bonita no es una gamba. Ahora elijan. Si aquí el gatito es precioso, en ciertos países de Asia, minimini está ya troceado y condimentado en un plato. Si Al-Qaeda invade Los Pedroches: ¿qué vamos a hacer con las hermosas piaras de lechones que retozan a la sombra de los chaparros?

Yo confieso que lo más extraño que he comido han sido dos tipos de bicho. El garrobo, una especie de iguana salvaje que te venden tanto en los mercados como en las cunetas de las carreteras de Nicaragua (lo cocinan en una especie de estofado con verduras, papas y yuca); y el percebe, ese molusco feísimo que le gusta tanto a mucha gente y pagan bien por él. El uno y el otro ni me gustaron ni me dejaron de gustar; pero si puedo, no los cato más.

El estudio de la FAO tiene su interés y, sin duda, sus buenas intenciones; pero yo no acabo de verlo claro.

En el Congo, Mozambique, Zambia o Camerún ya comen miles de toneladas de insectos al año y es muy posible, como suele pasar, que grandes compañías occidentales acaben gestionando en países como esos explotaciones de larvas e insectos, malpagando a los lugareños y exportando luego el producto a precios desorbitados para que lleguen a mercados europeos de delicatessen, se incluyan en las creaciones de reputados chefs y sean consumidos por los curiosos y desinhibidos paladares que buscan “sensaciones culinarias exóticas” los viernes por la noche.

Ya veremos. La verdad es que el estudio ya ha tenido efecto en mí: antes, cuando de noche se colaba una polilla en mi salón mientras veía la tele, intentaba espantarla con la ayuda de un ejemplar del ABC enrollado; ahora la dejo posarse en la pared, la miro y me la imagino caramelizada sobre una reducción de Pedro Ximénez servida en el Mercado Victoria.

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